En Enrique VI, Parte 2, William Shakespeare pone en boca de un rebelde una frase que resuena con inquietante claridad en el México de 2025: “Lo primero que haremos, matemos a todos los abogados”. Pronunciada por Dick, el carnicero, en el contexto de una revuelta anárquica liderada por Jack Cade, la línea no es un llamado literal al asesinato, sino una sátira mordaz contra quienes ven en las leyes y sus defensores un obstáculo para imponer su visión de “justicia”. Los rebeldes de Shakespeare justifican su ataque al orden legal como un medio para liberar al pueblo de una élite opresora, pero su verdadera intención es el poder sin restricciones. Hoy, la reforma constitucional al Poder Judicial en México, impulsada por Andrés Manuel López Obrador y consolidada por Claudia Sheinbaum, evoca este espíritu con una precisión alarmante. Bajo el pretexto de democratizar la justicia, la reforma somete al Poder Judicial, desmantelando su independencia y amenazando los cimientos de la democracia mexicana.
La reforma, aprobada en 2024 y en marcha en 2025, transforma radicalmente el Poder Judicial. La elección por voto popular de jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), la reducción de ministros de 11 a 9, la creación de un Tribunal de Disciplina Judicial y un Órgano de Administración externos, y la limitación de la capacidad de la SCJN para suspender leyes generales en ciertos casos son cambios que, según sus defensores, combaten la corrupción, el nepotismo y el elitismo de un sistema judicial desconectado del pueblo. Claudia Sheinbaum, en su narrativa, ha insistido en que la reforma responde a la “voluntad popular”, citando datos como el 46% de nepotismo en el Poder Judicial para justificar la necesidad de una justicia más democrática. Esta retórica, que presenta a los jueces como una casta privilegiada, recuerda a los rebeldes de Shakespeare, quienes vilipendian a los abogados para legitimar su cruzada.
Sin embargo, al igual que en la obra de Shakespeare, las supuestas buenas intenciones de la reforma ocultan un objetivo más profundo: la sumisión del Poder Judicial a los otros poderes del Estado. La elección popular de jueces, aunque vendida como democratización, expone a los magistrados a presiones políticas, mediáticas y hasta del crimen organizado, como ha ocurrido en experiencias similares en Bolivia. La creación de órganos externos de control, que operan al margen de la SCJN, introduce una vigilancia que amenaza la autonomía judicial. Más preocupante aún es la propuesta de “Supremacía Constitucional” de Morena, que limitaría la capacidad de la Corte para revisar reformas constitucionales, debilitando su rol como contrapeso. En la práctica, estas medidas no solo “matan” la independencia de los jueces, sino que allanan el camino para un Ejecutivo y un Legislativo —dominados por Morena— sin frenos institucionales.
La comparación con Shakespeare no es casual. En la obra, los rebeldes no admiten que su meta es el caos o el poder absoluto; en cambio, disfrazan su ataque al sistema legal como una lucha por el bien común. De manera similar, el gobierno mexicano no verbaliza un deseo de controlar la SCJN, sino que envuelve la reforma en un discurso de justicia social y soberanía popular. AMLO y Sheinbaum han insistido en que el pueblo, no las élites, debe decidir el rumbo de la justicia. Pero este argumento ignora una verdad fundamental: en una democracia, la independencia judicial no es un privilegio, sino una garantía contra el autoritarismo. Sin una SCJN autónoma, capaz de cuestionar leyes o actos de gobierno, el riesgo de abusos de poder crece exponencialmente.
Los defensores de la reforma podrían argumentar que el Poder Judicial mexicano, con sus fallos cuestionables y casos de corrupción, necesitaba una transformación. Nadie niega que el sistema tenía problemas: desde sentencias percibidas como favorables a intereses económicos hasta prácticas de nepotismo documentadas. Pero la solución no puede ser desmantelar la independencia de la institución que, a pesar de sus fallas, ha servido como último recurso para proteger derechos fundamentales y limitar excesos del poder. La SCJN, por ejemplo, ha emitido fallos históricos en defensa de minorías, derechos humanos y el equilibrio de poderes, roles que ahora están en peligro.
El eco de Shakespeare nos advierte de las consecuencias de “matar a los abogados”. En la obra, la rebelión de Cade lleva al caos, no a la justicia. En México, la sumisión del Poder Judicial podría derivar en una democracia debilitada, donde la “voluntad popular” —interpretada por el partido en el poder— prevalezca sobre el Estado de Derecho. La reforma, aprobada con la legitimidad formal de mayorías calificadas, no puede ignorar las protestas de jueces, académicos y organismos internacionales, ni los cientos de amparos presentados contra ella. Estas voces no son mera resistencia al cambio, sino un llamado a preservar los contrapesos que sostienen la democracia.
Es hora de escuchar la advertencia de Shakespeare. La reforma judicial, envuelta en buenas intenciones, amenaza con repetir el error de los rebeldes de Enrique VI: destruir las instituciones legales en nombre del pueblo, solo para consolidar el poder de unos pocos. México merece una justicia reformada, sí, pero no a costa de su independencia. El gobierno debe reconsiderar su rumbo, abrir un diálogo genuino y ajustar la reforma para fortalecer, no someter, al Poder Judicial. De lo contrario, el epitafio de la SCJN podría ser el mismo que el de los abogados de Shakespeare: sacrificados en nombre de una “voluntad popular” que, al final, solo beneficia a quienes la invocan.
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