jueves, 26 de junio de 2025

De denunciar al Ejército en las calles a entregarle el Estado.

 

En México, pocas transformaciones han sido tan profundas y tan contradictorias como la militarización del poder civil durante los gobiernos de Morena. Quienes hoy gobiernan fueron, durante años, férreos críticos del uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, señalando riesgos para los derechos humanos, la democracia y el equilibrio institucional. Hoy, ya en el poder, no solo han sostenido esa presencia, sino que la han ampliado, institucionalizado y normalizado en dimensiones inéditas.

Este viraje no es menor. No se trata de un simple ajuste estratégico, sino de un giro doctrinal que contradice frontalmente el discurso que sostuvo a un movimiento político que prometía lo contrario de lo que hacían los antecesores y que ahora ellos mismos hacen con un mayor énfasis. La presencia militar se ha extendido más allá de las calles y los operativos: está ahora en las aduanas, en la administración de aeropuertos, en las obras públicas, en programas sociales, en la inteligencia civil y hasta en las finanzas. De una participación excepcional, hemos pasado a una dependencia estructural.

En los años de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, la entonces oposición, con López Obrador a al frente, denunció constantemente el uso del Ejército para funciones que la Constitución reserva a las autoridades civiles. Las denuncias eran legítimas: durante ese periodo, los organismos de derechos humanos registraron un aumento en las violaciones por elementos castrenses, y la estrategia de “guerra contra el narco” dejó miles de víctimas colaterales.

El propio López Obrador, en su libro La salida (2017), señalaba los peligros de militarizar la seguridad pública y proponía crear una Guardia Nacional que combinara elementos civiles y militares, pero bajo un mando civil. La lógica era clara: fortalecer a las instituciones policiales y reducir gradualmente la participación de las Fuerzas Armadas. La promesa fue que “el Ejército volvería a sus cuarteles”.

Sin embargo, una vez en el poder, la narrativa cambió. La Guardia Nacional nació con discurso civil, pero estructura y entrenamiento militar. Recientemente se consumó el traspaso formal de su control a la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), ignorando la división constitucional original entre autoridades civiles y militares.

Lo que agrava esta contradicción es que la presencia militar no se limita a la seguridad. Las Fuerzas Armadas han sido encargadas de construir aeropuertos como el AIFA, el Tren Maya, bancos del Bienestar, y recientemente se les entregó el control administrativo de varios puertos y aduanas. Administran aerolíneas, empresas estatales, y ejercen presupuesto sin rendición de cuentas pública.

Quienes hoy gobiernan decían que el Ejército en las calles ponía en riesgo los derechos humanos. Hoy, aunque con menor cobertura mediática merced a una CNDH capturada por el gobierno, siguen ocurriendo ejecuciones arbitrarias, desapariciones forzadas y detenciones ilegales atribuibles a militares.

Decían también que la opacidad del Ejército era incompatible con la democracia. Hoy, miles de contratos adjudicados a SEDENA y SEMAR han sido clasificados como de “seguridad nacional”, obstaculizando el escrutinio público.

Se advertía que el poder armado debía someterse al civil. Pero en la práctica, el gobierno ha cedido el control de áreas estratégicas.

Desde el gobierno se argumenta que las Fuerzas Armadas son más confiables que las policías civiles, que están menos expuestas a la corrupción y que han demostrado capacidad operativa. En parte es cierto, de hecho, esos eran los argumentos de Calderón y Peña, pero eso no justifica entregarle tareas para las que no fue creado.

La lógica democrática no es confiar ciegamente en las instituciones, sino establecer controles, límites y responsabilidades. Si la solución a los males del Estado civil es sustituirlo por una lógica militar, entonces no estamos corrigiendo el problema: estamos cancelando la posibilidad de fortalecer la democracia.

Más allá de las obras construidas, la mayor pérdida puede ser la institucional: se ha debilitado la noción de que los civiles deben controlar el uso de la fuerza, administrar los recursos públicos y ejercer el poder político. Si la tendencia continúa, lo que está en juego no es solo una estrategia de seguridad, sino el tipo de Estado que se está construyendo.

La militarización en tiempos de Calderón y Peña Nieto fue denunciada como una traición a los principios democráticos. Hoy, esa misma lógica exacerbada ha sido asumida como política de Estado por quienes entonces la resistían y se presentaban como alternativa ética.

Negar la contradicción es mentir. Minimizar los riesgos es irresponsable. Y normalizar esta situación es peligroso.

De Pilón:



No hay comentarios:

Publicar un comentario