En México,
pocas transformaciones han sido tan profundas y tan contradictorias como la
militarización del poder civil durante los gobiernos de Morena. Quienes hoy gobiernan
fueron, durante años, férreos críticos del uso de las Fuerzas Armadas en tareas
de seguridad pública, señalando riesgos para los derechos humanos, la
democracia y el equilibrio institucional. Hoy, ya en el poder, no solo han
sostenido esa presencia, sino que la han ampliado, institucionalizado y
normalizado en dimensiones inéditas.
Este viraje
no es menor. No se trata de un simple ajuste estratégico, sino de un giro
doctrinal que contradice frontalmente el discurso que sostuvo a un movimiento político
que prometía lo contrario de lo que hacían los antecesores y que ahora ellos
mismos hacen con un mayor énfasis. La presencia militar se ha extendido más
allá de las calles y los operativos: está ahora en las aduanas, en la
administración de aeropuertos, en las obras públicas, en programas sociales, en
la inteligencia civil y hasta en las finanzas. De una participación
excepcional, hemos pasado a una dependencia estructural.
En los años
de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, la entonces oposición, con López
Obrador a al frente, denunció constantemente el uso del Ejército para funciones
que la Constitución reserva a las autoridades civiles. Las denuncias eran
legítimas: durante ese periodo, los organismos de derechos humanos registraron
un aumento en las violaciones por elementos castrenses, y la estrategia de
“guerra contra el narco” dejó miles de víctimas colaterales.
El propio López Obrador, en su libro La salida (2017), señalaba los peligros de
militarizar la seguridad pública y proponía crear una Guardia Nacional que
combinara elementos civiles y militares, pero bajo un mando civil. La lógica
era clara: fortalecer a las instituciones policiales y reducir gradualmente la
participación de las Fuerzas Armadas. La promesa fue que “el Ejército volvería
a sus cuarteles”.
Sin embargo, una vez en el poder, la narrativa cambió. La Guardia Nacional
nació con discurso civil, pero estructura y entrenamiento militar. Recientemente
se consumó el traspaso formal de su control a la Secretaría de la Defensa
Nacional (SEDENA), ignorando la división constitucional original entre
autoridades civiles y militares.
Lo que
agrava esta contradicción es que la presencia militar no se limita a la
seguridad. Las Fuerzas Armadas han sido encargadas de construir aeropuertos
como el AIFA, el Tren Maya, bancos del Bienestar, y recientemente se les
entregó el control administrativo de varios puertos y aduanas. Administran
aerolíneas, empresas estatales, y ejercen presupuesto sin rendición de cuentas
pública.
Quienes hoy
gobiernan decían que el Ejército en las calles ponía en riesgo los derechos
humanos. Hoy, aunque con menor cobertura mediática merced a una CNDH capturada
por el gobierno, siguen ocurriendo ejecuciones arbitrarias, desapariciones
forzadas y detenciones ilegales atribuibles a militares.
Decían también que la opacidad del Ejército era incompatible con la democracia.
Hoy, miles de contratos adjudicados a SEDENA y SEMAR han sido clasificados como
de “seguridad nacional”, obstaculizando el escrutinio público.
Se advertía que el poder armado debía someterse al civil. Pero en la práctica,
el gobierno ha cedido el control de áreas estratégicas.
Desde el
gobierno se argumenta que las Fuerzas Armadas son más confiables que las
policías civiles, que están menos expuestas a la corrupción y que han
demostrado capacidad operativa. En parte es cierto, de hecho, esos eran los
argumentos de Calderón y Peña, pero eso no justifica entregarle tareas para las
que no fue creado.
La lógica democrática no es confiar ciegamente en las instituciones, sino
establecer controles, límites y responsabilidades. Si la solución a los males
del Estado civil es sustituirlo por una lógica militar, entonces no estamos
corrigiendo el problema: estamos cancelando la posibilidad de fortalecer la
democracia.
Más allá de
las obras construidas, la mayor pérdida puede ser la institucional: se ha
debilitado la noción de que los civiles deben controlar el uso de la fuerza,
administrar los recursos públicos y ejercer el poder político. Si la tendencia
continúa, lo que está en juego no es solo una estrategia de seguridad, sino el
tipo de Estado que se está construyendo.
La
militarización en tiempos de Calderón y Peña Nieto fue denunciada como una
traición a los principios democráticos. Hoy, esa misma lógica exacerbada ha
sido asumida como política de Estado por quienes entonces la resistían y se
presentaban como alternativa ética.
Negar la contradicción es mentir. Minimizar los riesgos es irresponsable. Y
normalizar esta situación es peligroso.
De Pilón:
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