miércoles, 11 de septiembre de 2024

LA MUERTE DE CUNA DE LA DEMOCRACIA MEXICANA.

 

LA VICTORIA DE AMLO EN 2018: UN PRESAGIO SOMBRÍO PESE A LAS PROMESAS

En el año 2018, México se encontraba en una encrucijada histórica. AMLO no era un novato en la política. Durante años había sido una figura divisiva, representando tanto la resistencia frente a los poderes establecidos como una amenaza latente para la estabilidad del país. Por décadas había alimentado la narrativa de encontrarnos en el peor momento histórico en materia corrupción, propiciando desconfianza en las instituciones y la idea de que el país parecía estar al borde del abismo.

Sus primeros intentos de llegar a la presidencia, en 2006 y 2012, habían sido derrotados, lo que solo alimentó su narrativa de ser un "luchador incansable" contra las élites corruptas. Pero para quienes observaban de cerca, sus derrotas no eran más que un presagio de algo más oscuro: un hombre obsesionado con el poder, dispuesto a cualquier cosa para obtenerlo.

En su retórica populista, ya se vislumbraban los primeros signos de lo que terminaría siendo una catástrofe. Las promesas grandilocuentes de acabar con la mafia del poder, de transformar al país desde sus raíces, de devolver al pueblo el control, eran, en esencia, espejismos. Muchos lo advirtieron: su discurso era una mezcla explosiva de idealismo radical y desdén por las instituciones democráticas.

Su eventual victoria en 2018, con más del 50% de los votos, fue celebrada por muchos como un triunfo de la democracia. Sin embargo, para otros, fue el inicio de una tragedia anunciada. Desde el principio, AMLO mostró signos de autoritarismo. Decidido a concentrar el poder en sus manos, comenzó a desmantelar las instituciones que garantizaban el equilibrio democrático. La prensa fue silenciada poco a poco, y aquellos que se atrevían a criticarlo se convertían en enemigos del pueblo.

En medio de un discurso incendiario, el presidente prometía una "cuarta transformación" que, en lugar de traer progreso, sembraría las semillas de la destrucción. Desde el primer día de su mandato, las señales eran claras: las decisiones erráticas, el desprecio por las opiniones de expertos y una creciente militarización del país indicaban que México se dirigía hacia un abismo.

Nada de esto debía ser una sorpresa para nadie. La vida política de AMLO era bien conocida desde hacia años.


 

AMLO Y EL PRI: LA HERENCIA DEL SISTEMA PREDEMOCRÁTICO

Los orígenes de AMLO en la política mexicana se remontan a un periodo que muchos prefieren olvidar. Durante las décadas de los 70 y 80, el país vivía bajo el dominio hegemónico del Partido Revolucionario Institucional (PRI), un sistema que el escritor Mario Vargas Llosa denominó con acierto como "la dictadura perfecta". AMLO, como tantos otros jóvenes idealistas, se formó dentro de ese régimen autoritario.

Mientras otros estudiantes se manifestaban en las calles en contra del gobierno, él decidió seguir una ruta distinta. En 1968, el país vivió uno de los episodios más oscuros de su historia: la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco. Cientos de jóvenes fueron asesinados por un gobierno que no toleraba la disidencia. AMLO, sin embargo, no estuvo entre los que protestaban. Su condena a los hechos fue, en el mejor de los casos, tibia. En lugar de desafiar al sistema que cometió tal atrocidad, optó por unirse al PRI, el partido responsable de esa represión.

A lo largo de los años 70, cuando la represión continuaba, cuando los movimientos guerrilleros eran perseguidos y desaparecidos por el gobierno, AMLO ascendía en las filas del PRI. Mientras otros luchaban en la clandestinidad o enfrentaban la cárcel, él construía su carrera dentro del sistema. Para sus críticos, esta etapa de su vida es una prueba irrefutable de su pragmatismo y de su verdadera lealtad: el poder por el poder mismo. La ética y la moral eran secundarias frente a sus ambiciones políticas.

Nada de esto debía ser olvidado. AMLO había sido parte activa del sistema que ahora decía querer destruir. Sus raíces en el PRI eran profundas, y aunque eventualmente abandonaría el partido, sus métodos de gobierno, su estilo autoritario y su desprecio por la oposición reflejaban claramente su formación en aquel sistema predemocrático.

Era el mismo hombre que, décadas atrás, había prosperado bajo la sombra de un régimen represivo, y ahora, con la promesa de una transformación, muchos comenzaban a cuestionar si realmente había cambiado. Su pasado, envuelto en las mismas prácticas que decía combatir, comenzaba a resurgir en su presente, arrastrando a México hacia la inestabilidad.


 

LA RUPTURA OPORTUNISTA: DEL PRI AL PRD

El quiebre de AMLO con el PRI no fue el acto heroico que muchos de sus seguidores prefieren recordar. En realidad, su decisión de abandonar el partido no se produjo por convicciones democráticas ni por un rechazo a las prácticas autoritarias del régimen. En 1983, AMLO ya era una figura clave dentro del PRI en su estado natal, Tabasco. Estaba decidido a ascender y, en su mente, la gubernatura de Tabasco era el próximo paso lógico en su carrera política. Sin embargo, en 1987, el PRI tomó una decisión que cambiaría el rumbo de su vida: no lo eligieron como candidato a gobernador. En lugar de ser él, el partido prefirió a otro miembro más cercano a los altos mandos del poder.

Fue ese golpe a sus ambiciones lo que lo empujó a cuestionar su lugar en el PRI. A pesar de años de lealtad al sistema y a sus estructuras represivas, AMLO solo decidió apartarse cuando vio frustrado su camino hacia el poder. No fue una ruptura motivada por ideales o principios, sino por el simple hecho de que el partido no lo favoreció.

Es importante notar que hasta ese momento, AMLO no había mostrado señales de rechazo hacia el PRI, ni había levantado la voz contra los abusos del sistema. Ni siquiera la cuestionada elección presidencial de 1988 —una de las más controvertidas de la historia moderna de México— lo impulsó a cambiar de bando. Ese año, el entonces candidato presidencial del PRI, Carlos Salinas de Gortari, se impuso en medio de acusaciones de fraude masivo y de lo que sería recordado como la "caída del sistema". Mientras miles de voces en el país clamaban por justicia y por esclarecer lo que muchos consideraban un robo electoral, AMLO se mantuvo en silencio.

No fue hasta más tarde ese mismo año, cuando la coalición de partidos de izquierda y antiguos priistas, que eventualmente formarían el PRD, le ofreció la candidatura a la gubernatura de Tabasco, que AMLO finalmente rompió con el PRI. Su deserción no estuvo marcada por una declaración contra el fraude o en defensa de la democracia; simplemente, surgió cuando una nueva oportunidad de poder se presentó ante él. Esta vez, en el bando contrario.

Así, AMLO se sumó al naciente PRD, no por convicción en sus ideales democráticos, sino porque este nuevo partido le ofrecía lo que el PRI le había negado: una plataforma desde la cual perseguir su ambición. De este modo, su carrera política siguió avanzando, y poco a poco comenzó a construir su imagen como el líder de la oposición, el defensor del pueblo. Pero para quienes conocían su trayectoria, resultaba claro que su cambio de camiseta no implicaba un cambio en su esencia.


 

VIDEOESCÁNDALOS, DESAFUERO Y TRAICIONES: EL ASCENSO EN EL PRD

Tras su incorporación al PRD, AMLO empezó a forjarse una nueva identidad política. Dejó atrás su pasado priista para transformarse en el líder de la izquierda mexicana. Su primera gran victoria llegó en 2000, cuando fue electo Jefe de Gobierno del Distrito Federal, cargo que ocuparía hasta 2005. Sin embargo, su ascenso al poder no estuvo exento de controversias. Incluso desde dentro del PRD, varios de sus compañeros señalaron que no cumplía con los requisitos legales para el puesto, ya que no había residido en la capital el tiempo suficiente para postularse. A pesar de ello, su candidatura avanzó, impulsada más por la presión política que por el respeto a la ley.

Entre los que dieron las primeras voces de alerta, destacó la escritora y pensadora Ikram Antaki. Desde entonces, Antaki advertía que AMLO representaba un peligro latente para la democracia mexicana. Para ella, su discurso populista y la polarización que fomentaba no eran señales de un verdadero líder del pueblo, sino de un hombre que buscaba el poder absoluto. Con aguda precisión, señaló que su constante apelación al "pueblo bueno" y su tendencia a dividir la sociedad entre buenos y malos eran tácticas peligrosas, características de regímenes fascistas.

Desde el principio de su mandato en la Ciudad de México, AMLO se caracterizó por su estilo populista y confrontacional. Mientras se presentaba como un defensor de los pobres, la realidad mostraba a un hombre que despreciaba las reglas y que estaba dispuesto a doblar las instituciones para su conveniencia.

Durante su tiempo como Jefe de Gobierno, AMLO construyó una plataforma mediática que le permitió proyectarse a nivel nacional. Las "mañaneras" —conferencias de prensa diarias— se convirtieron en un espacio donde, más que informar, se dedicaba a reforzar su imagen de líder incansable y comprometido con la justicia social. Sin embargo, sus políticas y proyectos fueron cuestionados por su falta de transparencia y los crecientes señalamientos de corrupción en su administración. Esto no impidió que su popularidad creciera, mientras construía un relato de persecución y lucha en su contra.

Sin embargo, el mandato de AMLO como Jefe de Gobierno también quedó marcado por uno de los escándalos más graves de su administración: los "videoescándalos". En 2004, una serie de videos fueron filtrados a los medios, mostrando a René Bejarano, uno de los hombres más cercanos a AMLO, recibiendo fajos de dinero de un empresario. Las imágenes fueron devastadoras. Bejarano, conocido como “el señor de las ligas” por usarlas para atar el dinero recibido, quedó al descubierto como parte de una red de corrupción. Aunque AMLO se distanció públicamente del escándalo, asegurando que no estaba involucrado, el episodio dañó su imagen. Para muchos, fue una confirmación de que su discurso anticorrupción no era más que una fachada, y que sus colaboradores más cercanos no estaban exentos de los vicios del sistema que tanto criticaba.

A pesar de los videoescándalos, la popularidad de AMLO no se desplomó como muchos anticipaban. Utilizó su habilidad para moldear la narrativa a su favor, presentándose nuevamente como víctima de una campaña sucia orquestada por sus enemigos políticos. Mientras el país se conmocionaba por las imágenes de Bejarano, AMLO continuó fortaleciéndose, apoyado por su base de seguidores que lo veían como el único capaz de encabezar la lucha contra las "mafias del poder". Sus conferencias matutinas, las "mañaneras", se convirtieron en el escenario ideal para reforzar su narrativa de resistencia.

Ese mismo año, el gobierno federal inició un proceso de desafuero en su contra, por violar una resolución judicial al permitir la construcción de una carretera en un terreno expropiado. El desafuero, lejos de perjudicarlo, se convirtió en el trampolín perfecto para su candidatura presidencial. En lugar de mostrarlo como un político que había infringido la ley, logró convertir el proceso en una narrativa de victimización. Para sus seguidores, AMLO era ahora un mártir, perseguido por las mismas élites que decía combatir.

Durante este tiempo, Cuauhtémoc Cárdenas, fundador del PRD y mentor de AMLO, observaba con creciente preocupación cómo su antiguo aliado comenzaba a socavar su liderazgo. El partido que él había ayudado a construir empezaba a girar en torno a la figura de AMLO, quien lo desplazaba como líder indiscutido de la izquierda. En lugar de mantener la lealtad a Cárdenas y los ideales que supuestamente compartían, AMLO lo traicionó para hacerse con la candidatura presidencial del 2006. La traición fue clara: Cárdenas, el histórico líder que había encabezado la lucha contra el fraude electoral de 1988, quedó relegado, y AMLO se posicionó como el abanderado del PRD en una carrera que marcaría el futuro del país.



LAS ELECCIONES, LA CAÍDA DE LAS INSTITUCIONES Y LA SOMBRA DE SHEINBAUM

Las elecciones presidenciales de 2006 marcaron un antes y un después en la política mexicana. AMLO, tras una campaña cargada de promesas populistas y una retórica polarizante, perdió por un estrecho margen frente a Felipe Calderón. En lugar de aceptar la derrota, López Obrador calificó la elección como fraudulenta y lanzó un ataque frontal contra las instituciones democráticas del país. Durante meses, organizó plantones y bloqueos en la Ciudad de México, declarando que él era el "presidente legítimo". Esta postura no solo desafiaba la voluntad popular, sino que minaba gravemente la confianza en las instituciones electorales. Sus acciones demostraron que, para AMLO, la democracia solo era válida si él resultaba vencedor.

Seis años más tarde, en 2012, AMLO volvió a competir, esta vez contra Enrique Peña Nieto. Al ser derrotado nuevamente, recurrió al mismo libreto: denuncias de fraude, descalificaciones a las instituciones y una narrativa de victimización. A pesar de que sus acusaciones no tenían fundamentos sólidos, siguió erosionando la legitimidad del sistema electoral, el mismo sistema que años antes él había utilizado para ascender políticamente dentro del PRD. Su comportamiento revelaba un patrón claro: para AMLO, el respeto a la democracia era secundario frente a su propia ambición. Cada vez que el voto popular no le favorecía, las instituciones se convertían en enemigos a destruir.

Mientras se preparaba para enfrentar la elección de 2018, AMLO había dejado atrás a aquellos que alguna vez lo apoyaron, consolidando su poder dentro del partido a costa de sus antiguos compañeros. Su ambición, que lo había llevado a saltar de un partido a otro, a romper alianzas y a concentrar el poder en sus manos.

Sin embargo, el PRD ya no le resultaba útil. Dentro del partido, aún quedaban figuras que no se sometían completamente a su voluntad, lo que representaba un obstáculo para su ambición de control absoluto. Decidido a no tolerar disidencias, AMLO orquestó la destrucción del PRD, un partido que alguna vez fue símbolo de la izquierda, pero que no podía ser su herramienta personal.

Así, fundó MORENA, un partido diseñado a su medida, en el que la lealtad a su figura era el principal requisito para ascender. A diferencia del PRD, donde aún existía espacio para el debate y la diversidad de opiniones, en MORENA lo esencial era no contradecirlo en nada. Con este nuevo vehículo político completamente bajo su control, AMLO estaba listo para llevar a cabo una de las campañas presidenciales más divisivas en la historia de México.

A lo largo de estos años, AMLO no cesó en sus críticas a los gobiernos en turno. Si bien las administraciones de Calderón y Peña Nieto tenían sus fallos, ninguno de ellos fue peor que el PRI del que AMLO formó parte en sus años de juventud, el mismo que consolidó la corrupción y la represión en México. Sin embargo, AMLO hábilmente supo canalizar el descontento social, aprovechando cada error de los gobiernos recientes para proyectarse como el salvador del país.

Cuando finalmente alcanzó la presidencia en 2018, muchas de las peores advertencias sobre su carácter comenzaron a materializarse. AMLO mostró desde el primer día su desprecio por la división de poderes y por las instituciones autónomas que había utilizado como ariete en su lucha contra el pasado. Su gobierno se caracterizó por la concentración del poder en sus manos, el debilitamiento de los contrapesos democráticos y una constante militarización de la vida pública. Las decisiones económicas erráticas y la cancelación de proyectos de inversión clave —como el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México— trajeron consigo una crisis económica de la que el país nunca se recuperó del todo.

Las peores prácticas de su gobierno incluyeron la manipulación de programas sociales para cooptar el voto, el ataque sistemático a los medios de comunicación críticos y el uso de las instituciones judiciales para perseguir a sus oponentes. Bajo su mandato, México retrocedió en materia de libertades y transparencia. Aquellas voces que habían advertido de su autoritarismo y su estilo polarizante, vieron cumplirse sus peores pronósticos.

Uno de los momentos más oscuros de su presidencia ocurrió cuando, de manera flagrante, intervino ilegalmente en el proceso electoral de 2024 para asegurar la victoria de su sucesora, Claudia Sheinbaum. Pese a que él mismo había sido el arquitecto de una de las legislaciones más estrictas en cuanto a la participación de funcionarios públicos en procesos electorales —derivada de sus denuncias infundadas de fraude en 2006 y 2012—, superó con creces las intromisiones de Vicente Fox y Felipe Calderón. Desde la presidencia, utilizó recursos públicos y la plataforma del gobierno para atacar a sus críticos y dirigir la narrativa electoral, violando así las mismas leyes que sus reclamos del pasado ayudaron a construir.

Finalmente, la destrucción del Poder Judicial y los órganos autónomos, que habían sido los pilares de su discurso opositor contra los gobiernos anteriores, se concretó durante su mandato. AMLO, incapaz de tolerar cuestionamientos a su gestión, combatió ferozmente a estas instituciones cuando las críticas se dirigieron hacia él. Su gobierno erosionó sistemáticamente la independencia del INE, la Suprema Corte y otras instancias de control, eliminando los últimos resquicios de equilibrio democrático.

Con la consolidación de su poder y la llegada de Sheinbaum a la presidencia, el futuro de México quedó envuelto en incertidumbre. La desaparición de los contrapesos institucionales, la polarización social y la creciente militarización del país presagiaban tiempos difíciles. Aquello que muchos temían desde los inicios de la carrera política de AMLO se había cumplido: un México más dividido, con instituciones debilitadas y una democracia gravemente herida.

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