LA VICTORIA DE AMLO EN 2018: UN PRESAGIO
SOMBRÍO PESE A LAS PROMESAS
En el año 2018, México se encontraba en una
encrucijada histórica. AMLO no era un novato en la política. Durante años había
sido una figura divisiva, representando tanto la resistencia frente a los
poderes establecidos como una amenaza latente para la estabilidad del país. Por
décadas había alimentado la narrativa de encontrarnos en el peor momento histórico
en materia corrupción, propiciando desconfianza en las instituciones y la idea
de que el país parecía estar al borde del abismo.
Sus primeros intentos de llegar a la
presidencia, en 2006 y 2012, habían sido derrotados, lo que solo alimentó su
narrativa de ser un "luchador incansable" contra las élites
corruptas. Pero para quienes observaban de cerca, sus derrotas no eran más que
un presagio de algo más oscuro: un hombre obsesionado con el poder, dispuesto a
cualquier cosa para obtenerlo.
En su retórica populista, ya se
vislumbraban los primeros signos de lo que terminaría siendo una catástrofe.
Las promesas grandilocuentes de acabar con la mafia del poder, de transformar
al país desde sus raíces, de devolver al pueblo el control, eran, en esencia,
espejismos. Muchos lo advirtieron: su discurso era una mezcla explosiva de
idealismo radical y desdén por las instituciones democráticas.
Su eventual victoria en 2018, con más del
50% de los votos, fue celebrada por muchos como un triunfo de la democracia.
Sin embargo, para otros, fue el inicio de una tragedia anunciada. Desde el
principio, AMLO mostró signos de autoritarismo. Decidido a concentrar el poder
en sus manos, comenzó a desmantelar las instituciones que garantizaban el
equilibrio democrático. La prensa fue silenciada poco a poco, y aquellos que se
atrevían a criticarlo se convertían en enemigos del pueblo.
En medio de un discurso incendiario, el
presidente prometía una "cuarta transformación" que, en lugar de
traer progreso, sembraría las semillas de la destrucción. Desde el primer día
de su mandato, las señales eran claras: las decisiones erráticas, el desprecio
por las opiniones de expertos y una creciente militarización del país indicaban
que México se dirigía hacia un abismo.
Nada de esto debía ser una sorpresa para
nadie. La vida política de AMLO era bien conocida desde hacia años.
AMLO Y EL PRI: LA HERENCIA DEL SISTEMA
PREDEMOCRÁTICO
Los orígenes de AMLO en la política
mexicana se remontan a un periodo que muchos prefieren olvidar. Durante las
décadas de los 70 y 80, el país vivía bajo el dominio hegemónico del Partido
Revolucionario Institucional (PRI), un sistema que el escritor Mario Vargas
Llosa denominó con acierto como "la dictadura perfecta". AMLO, como
tantos otros jóvenes idealistas, se formó dentro de ese régimen autoritario.
Mientras otros estudiantes se manifestaban
en las calles en contra del gobierno, él decidió seguir una ruta distinta. En
1968, el país vivió uno de los episodios más oscuros de su historia: la masacre
del 2 de octubre en Tlatelolco. Cientos de jóvenes fueron asesinados por un
gobierno que no toleraba la disidencia. AMLO, sin embargo, no estuvo entre los
que protestaban. Su condena a los hechos fue, en el mejor de los casos, tibia.
En lugar de desafiar al sistema que cometió tal atrocidad, optó por unirse al
PRI, el partido responsable de esa represión.
A lo largo de los años 70, cuando la
represión continuaba, cuando los movimientos guerrilleros eran perseguidos y
desaparecidos por el gobierno, AMLO ascendía en las filas del PRI. Mientras
otros luchaban en la clandestinidad o enfrentaban la cárcel, él construía su
carrera dentro del sistema. Para sus críticos, esta etapa de su vida es una
prueba irrefutable de su pragmatismo y de su verdadera lealtad: el poder por el
poder mismo. La ética y la moral eran secundarias frente a sus ambiciones
políticas.
Nada de esto debía ser olvidado. AMLO había
sido parte activa del sistema que ahora decía querer destruir. Sus raíces en el
PRI eran profundas, y aunque eventualmente abandonaría el partido, sus métodos
de gobierno, su estilo autoritario y su desprecio por la oposición reflejaban
claramente su formación en aquel sistema predemocrático.
Era el mismo hombre que, décadas atrás,
había prosperado bajo la sombra de un régimen represivo, y ahora, con la
promesa de una transformación, muchos comenzaban a cuestionar si realmente
había cambiado. Su pasado, envuelto en las mismas prácticas que decía combatir,
comenzaba a resurgir en su presente, arrastrando a México hacia la
inestabilidad.
LA RUPTURA OPORTUNISTA: DEL PRI AL PRD
El quiebre de AMLO con el PRI no fue el
acto heroico que muchos de sus seguidores prefieren recordar. En realidad, su
decisión de abandonar el partido no se produjo por convicciones democráticas ni
por un rechazo a las prácticas autoritarias del régimen. En 1983, AMLO ya era
una figura clave dentro del PRI en su estado natal, Tabasco. Estaba decidido a
ascender y, en su mente, la gubernatura de Tabasco era el próximo paso lógico
en su carrera política. Sin embargo, en 1987, el PRI tomó una decisión que cambiaría
el rumbo de su vida: no lo eligieron como candidato a gobernador. En lugar de
ser él, el partido prefirió a otro miembro más cercano a los altos mandos del
poder.
Fue ese golpe a sus ambiciones lo que lo
empujó a cuestionar su lugar en el PRI. A pesar de años de lealtad al sistema y
a sus estructuras represivas, AMLO solo decidió apartarse cuando vio frustrado
su camino hacia el poder. No fue una ruptura motivada por ideales o principios,
sino por el simple hecho de que el partido no lo favoreció.
Es importante notar que hasta ese momento,
AMLO no había mostrado señales de rechazo hacia el PRI, ni había levantado la
voz contra los abusos del sistema. Ni siquiera la cuestionada elección
presidencial de 1988 —una de las más controvertidas de la historia moderna de
México— lo impulsó a cambiar de bando. Ese año, el entonces candidato
presidencial del PRI, Carlos Salinas de Gortari, se impuso en medio de
acusaciones de fraude masivo y de lo que sería recordado como la "caída
del sistema". Mientras miles de voces en el país clamaban por justicia y
por esclarecer lo que muchos consideraban un robo electoral, AMLO se mantuvo en
silencio.
No fue hasta más tarde ese mismo año,
cuando la coalición de partidos de izquierda y antiguos priistas, que
eventualmente formarían el PRD, le ofreció la candidatura a la gubernatura de
Tabasco, que AMLO finalmente rompió con el PRI. Su deserción no estuvo marcada
por una declaración contra el fraude o en defensa de la democracia;
simplemente, surgió cuando una nueva oportunidad de poder se presentó ante él.
Esta vez, en el bando contrario.
Así, AMLO se sumó al naciente PRD, no por
convicción en sus ideales democráticos, sino porque este nuevo partido le
ofrecía lo que el PRI le había negado: una plataforma desde la cual perseguir
su ambición. De este modo, su carrera política siguió avanzando, y poco a poco
comenzó a construir su imagen como el líder de la oposición, el defensor del
pueblo. Pero para quienes conocían su trayectoria, resultaba claro que su
cambio de camiseta no implicaba un cambio en su esencia.
VIDEOESCÁNDALOS, DESAFUERO Y TRAICIONES:
EL ASCENSO EN EL PRD
Tras su incorporación al PRD, AMLO empezó a
forjarse una nueva identidad política. Dejó atrás su pasado priista para
transformarse en el líder de la izquierda mexicana. Su primera gran victoria
llegó en 2000, cuando fue electo Jefe de Gobierno del Distrito Federal, cargo
que ocuparía hasta 2005. Sin embargo, su ascenso al poder no estuvo exento de
controversias. Incluso desde dentro del PRD, varios de sus compañeros señalaron
que no cumplía con los requisitos legales para el puesto, ya que no había residido
en la capital el tiempo suficiente para postularse. A pesar de ello, su
candidatura avanzó, impulsada más por la presión política que por el respeto a
la ley.
Entre los que dieron las primeras voces de
alerta, destacó la escritora y pensadora Ikram Antaki. Desde entonces, Antaki
advertía que AMLO representaba un peligro latente para la democracia mexicana.
Para ella, su discurso populista y la polarización que fomentaba no eran
señales de un verdadero líder del pueblo, sino de un hombre que buscaba el
poder absoluto. Con aguda precisión, señaló que su constante apelación al
"pueblo bueno" y su tendencia a dividir la sociedad entre buenos y
malos eran tácticas peligrosas, características de regímenes fascistas.
Desde el principio de su mandato en la
Ciudad de México, AMLO se caracterizó por su estilo populista y
confrontacional. Mientras se presentaba como un defensor de los pobres, la
realidad mostraba a un hombre que despreciaba las reglas y que estaba dispuesto
a doblar las instituciones para su conveniencia.
Durante su tiempo como Jefe de Gobierno,
AMLO construyó una plataforma mediática que le permitió proyectarse a nivel
nacional. Las "mañaneras" —conferencias de prensa diarias— se
convirtieron en un espacio donde, más que informar, se dedicaba a reforzar su
imagen de líder incansable y comprometido con la justicia social. Sin embargo,
sus políticas y proyectos fueron cuestionados por su falta de transparencia y
los crecientes señalamientos de corrupción en su administración. Esto no
impidió que su popularidad creciera, mientras construía un relato de
persecución y lucha en su contra.
Sin embargo, el mandato de AMLO como Jefe
de Gobierno también quedó marcado por uno de los escándalos más graves de su
administración: los "videoescándalos". En 2004, una serie de videos
fueron filtrados a los medios, mostrando a René Bejarano, uno de los hombres
más cercanos a AMLO, recibiendo fajos de dinero de un empresario. Las imágenes
fueron devastadoras. Bejarano, conocido como “el señor de las ligas” por usarlas
para atar el dinero recibido, quedó al descubierto como parte de una red de
corrupción. Aunque AMLO se distanció públicamente del escándalo, asegurando que
no estaba involucrado, el episodio dañó su imagen. Para muchos, fue una
confirmación de que su discurso anticorrupción no era más que una fachada, y
que sus colaboradores más cercanos no estaban exentos de los vicios del sistema
que tanto criticaba.
A pesar de los videoescándalos, la
popularidad de AMLO no se desplomó como muchos anticipaban. Utilizó su
habilidad para moldear la narrativa a su favor, presentándose nuevamente como
víctima de una campaña sucia orquestada por sus enemigos políticos. Mientras el
país se conmocionaba por las imágenes de Bejarano, AMLO continuó
fortaleciéndose, apoyado por su base de seguidores que lo veían como el único
capaz de encabezar la lucha contra las "mafias del poder". Sus
conferencias matutinas, las "mañaneras", se convirtieron en el
escenario ideal para reforzar su narrativa de resistencia.
Ese mismo año, el gobierno federal inició
un proceso de desafuero en su contra, por violar una resolución judicial al
permitir la construcción de una carretera en un terreno expropiado. El
desafuero, lejos de perjudicarlo, se convirtió en el trampolín perfecto para su
candidatura presidencial. En lugar de mostrarlo como un político que había
infringido la ley, logró convertir el proceso en una narrativa de
victimización. Para sus seguidores, AMLO era ahora un mártir, perseguido por
las mismas élites que decía combatir.
Durante este tiempo, Cuauhtémoc Cárdenas,
fundador del PRD y mentor de AMLO, observaba con creciente preocupación cómo su
antiguo aliado comenzaba a socavar su liderazgo. El partido que él había
ayudado a construir empezaba a girar en torno a la figura de AMLO, quien lo
desplazaba como líder indiscutido de la izquierda. En lugar de mantener la
lealtad a Cárdenas y los ideales que supuestamente compartían, AMLO lo
traicionó para hacerse con la candidatura presidencial del 2006. La traición
fue clara: Cárdenas, el histórico líder que había encabezado la lucha contra el
fraude electoral de 1988, quedó relegado, y AMLO se posicionó como el
abanderado del PRD en una carrera que marcaría el futuro del país.
LAS ELECCIONES, LA CAÍDA DE LAS
INSTITUCIONES Y LA SOMBRA DE SHEINBAUM
Las elecciones presidenciales de 2006
marcaron un antes y un después en la política mexicana. AMLO, tras una campaña
cargada de promesas populistas y una retórica polarizante, perdió por un
estrecho margen frente a Felipe Calderón. En lugar de aceptar la derrota, López
Obrador calificó la elección como fraudulenta y lanzó un ataque frontal contra
las instituciones democráticas del país. Durante meses, organizó plantones y
bloqueos en la Ciudad de México, declarando que él era el "presidente
legítimo". Esta postura no solo desafiaba la voluntad popular, sino que
minaba gravemente la confianza en las instituciones electorales. Sus acciones
demostraron que, para AMLO, la democracia solo era válida si él resultaba
vencedor.
Seis años más tarde, en 2012, AMLO volvió a
competir, esta vez contra Enrique Peña Nieto. Al ser derrotado nuevamente,
recurrió al mismo libreto: denuncias de fraude, descalificaciones a las
instituciones y una narrativa de victimización. A pesar de que sus acusaciones
no tenían fundamentos sólidos, siguió erosionando la legitimidad del sistema
electoral, el mismo sistema que años antes él había utilizado para ascender
políticamente dentro del PRD. Su comportamiento revelaba un patrón claro: para
AMLO, el respeto a la democracia era secundario frente a su propia ambición.
Cada vez que el voto popular no le favorecía, las instituciones se convertían
en enemigos a destruir.
Mientras se preparaba para enfrentar la
elección de 2018, AMLO había dejado atrás a aquellos que alguna vez lo
apoyaron, consolidando su poder dentro del partido a costa de sus antiguos
compañeros. Su ambición, que lo había llevado a saltar de un partido a otro, a
romper alianzas y a concentrar el poder en sus manos.
Sin embargo, el PRD ya no le resultaba
útil. Dentro del partido, aún quedaban figuras que no se sometían completamente
a su voluntad, lo que representaba un obstáculo para su ambición de control
absoluto. Decidido a no tolerar disidencias, AMLO orquestó la destrucción del
PRD, un partido que alguna vez fue símbolo de la izquierda, pero que no podía
ser su herramienta personal.
Así, fundó MORENA, un partido diseñado a su
medida, en el que la lealtad a su figura era el principal requisito para
ascender. A diferencia del PRD, donde aún existía espacio para el debate y la
diversidad de opiniones, en MORENA lo esencial era no contradecirlo en nada.
Con este nuevo vehículo político completamente bajo su control, AMLO estaba
listo para llevar a cabo una de las campañas presidenciales más divisivas en la
historia de México.
A lo largo de estos años, AMLO no cesó en
sus críticas a los gobiernos en turno. Si bien las administraciones de Calderón
y Peña Nieto tenían sus fallos, ninguno de ellos fue peor que el PRI del que
AMLO formó parte en sus años de juventud, el mismo que consolidó la corrupción
y la represión en México. Sin embargo, AMLO hábilmente supo canalizar el
descontento social, aprovechando cada error de los gobiernos recientes para
proyectarse como el salvador del país.
Cuando finalmente alcanzó la presidencia en
2018, muchas de las peores advertencias sobre su carácter comenzaron a
materializarse. AMLO mostró desde el primer día su desprecio por la división de
poderes y por las instituciones autónomas que había utilizado como ariete en su
lucha contra el pasado. Su gobierno se caracterizó por la concentración del
poder en sus manos, el debilitamiento de los contrapesos democráticos y una
constante militarización de la vida pública. Las decisiones económicas
erráticas y la cancelación de proyectos de inversión clave —como el nuevo
aeropuerto de la Ciudad de México— trajeron consigo una crisis económica de la
que el país nunca se recuperó del todo.
Las peores prácticas de su gobierno
incluyeron la manipulación de programas sociales para cooptar el voto, el
ataque sistemático a los medios de comunicación críticos y el uso de las
instituciones judiciales para perseguir a sus oponentes. Bajo su mandato,
México retrocedió en materia de libertades y transparencia. Aquellas voces que habían
advertido de su autoritarismo y su estilo polarizante, vieron cumplirse sus
peores pronósticos.
Uno de los momentos más oscuros de su
presidencia ocurrió cuando, de manera flagrante, intervino ilegalmente en el
proceso electoral de 2024 para asegurar la victoria de su sucesora, Claudia
Sheinbaum. Pese a que él mismo había sido el arquitecto de una de las
legislaciones más estrictas en cuanto a la participación de funcionarios
públicos en procesos electorales —derivada de sus denuncias infundadas de
fraude en 2006 y 2012—, superó con creces las intromisiones de Vicente Fox y
Felipe Calderón. Desde la presidencia, utilizó recursos públicos y la
plataforma del gobierno para atacar a sus críticos y dirigir la narrativa
electoral, violando así las mismas leyes que sus reclamos del pasado ayudaron a
construir.
Finalmente, la destrucción del Poder
Judicial y los órganos autónomos, que habían sido los pilares de su discurso
opositor contra los gobiernos anteriores, se concretó durante su mandato. AMLO,
incapaz de tolerar cuestionamientos a su gestión, combatió ferozmente a estas
instituciones cuando las críticas se dirigieron hacia él. Su gobierno erosionó
sistemáticamente la independencia del INE, la Suprema Corte y otras instancias
de control, eliminando los últimos resquicios de equilibrio democrático.
Con la consolidación de su poder y la
llegada de Sheinbaum a la presidencia, el futuro de México quedó envuelto en
incertidumbre. La desaparición de los contrapesos institucionales, la
polarización social y la creciente militarización del país presagiaban tiempos
difíciles. Aquello que muchos temían desde los inicios de la carrera política
de AMLO se había cumplido: un México más dividido, con instituciones
debilitadas y una democracia gravemente herida.