lunes, 30 de junio de 2025

La Constitución también protege al contribuyente

Por importante que sea la obligación constitucional de contribuir al gasto público, es indispensable tener presente que la Constitución no es un instrumento para legitimar la voracidad fiscal ni para reducir al ciudadano a un simple objeto de recaudación. La materia fiscal, aunque regulada por leyes específicas, no puede desligarse del bloque de constitucionalidad que también ampara los derechos fundamentales de los contribuyentes.

En su artículo, la ministra Lenia Batres sostiene que la materia fiscal no es propiamente constitucional. Sin embargo, omite mencionar que el derecho fiscal está profundamente condicionado por el principio de legalidad y por el marco de garantías que otorgan los artículos 14, 16 y 17 constitucionales. Es decir: nadie puede ser molestado en sus bienes sino mediante un mandamiento fundado y motivado, y todo acto de autoridad debe estar sujeto a control judicial.

El artículo 31, fracción IV, citado por la ministra, en efecto establece la obligación de contribuir “de manera proporcional y equitativa”, pero dicha disposición es solo una parte del entramado constitucional. La proporcionalidad y equidad no son principios meramente contables; implican una evaluación sustantiva sobre la justicia del sistema tributario, sobre su carga, su destino y su impacto social. Reducirlos a fórmulas técnicas es perder de vista su carácter garantista.

Los principios mencionados por la ministra —proporcionalidad, equidad, reserva de ley y destino del gasto público— son válidos, pero incompletos si no se integran con otras garantías constitucionales que protegen a la persona frente al poder fiscal del Estado.

Por ejemplo, la equidad no sólo exige que todos contribuyan, sino que no se cree una carga excesiva o desproporcionada sobre ciertos sectores, como suele ocurrir con los regímenes de confianza o los impuestos indirectos que afectan más a los que menos tienen. Del mismo modo, la “reserva de ley” debe entenderse como un blindaje contra la discrecionalidad, no como una excusa para imponer cargas sin control judicial ni participación efectiva del Congreso.

El Congreso no tiene carta blanca. El artículo 73, fracción VII, que faculta al Congreso a imponer contribuciones, no le otorga poder absoluto. La Constitución establece límites materiales y competenciales. La fracción XXIX del mismo artículo —que la ministra menciona— delimita con claridad los campos en los que se puede gravar, y esa delimitación existe para proteger a los ciudadanos frente a una expansión arbitraria del poder fiscal.

La enumeración que hace la ministra de los productos y sectores gravables —cerveza, tabaco, gasolina, etc.— parece una justificación tácita de un sistema fiscal regresivo, en donde los productos de consumo popular son los más castigados. Esta orientación impositiva choca con los principios de justicia distributiva, ya que termina afectando más al que menos tiene.

La ministra enumera los medios de defensa ante actos fiscales: revocación, nulidad, amparo, etc. Pero omite mencionar que el acceso a estos medios suele ser complejo, costoso y lento, lo cual vulnera de facto el derecho a la tutela judicial efectiva.

Cita también a la Prodecon, creada como una figura auxiliar de defensa, pero minimiza el hecho de que este organismo no tiene facultades vinculantes y que muchas veces sus recomendaciones son ignoradas por las autoridades fiscales. Hablar de la Prodecon como si fuera una garantía efectiva del debido proceso es, en el mejor de los casos, una exageración.

Por último, es importante señalar que el SAT sí goza de amplias facultades y prerrogativas, muchas veces con presunción de legalidad, mientras que el contribuyente debe probar su inocencia ante una maquinaria recaudatoria que, por diseño, es más fuerte que él.

El equilibrio necesario

La Constitución no sólo impone deberes. También establece límites al poder y garantías a los gobernados. El derecho fiscal no puede leerse sólo desde el punto de vista de la obligación de contribuir, sino también desde el derecho a no ser objeto de arbitrariedad, abuso o trato desigual.

Por ello, frente a una lectura parcial que presenta al contribuyente como un ente pasivo frente al Estado recaudador, es necesario recordar que el pacto constitucional es también un pacto de límites al poder tributario. Y eso, por más que se quiera simplificar o adornar con tecnicismos, no debe olvidarse.

jueves, 26 de junio de 2025

De denunciar al Ejército en las calles a entregarle el Estado.

 

En México, pocas transformaciones han sido tan profundas y tan contradictorias como la militarización del poder civil durante los gobiernos de Morena. Quienes hoy gobiernan fueron, durante años, férreos críticos del uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, señalando riesgos para los derechos humanos, la democracia y el equilibrio institucional. Hoy, ya en el poder, no solo han sostenido esa presencia, sino que la han ampliado, institucionalizado y normalizado en dimensiones inéditas.

Este viraje no es menor. No se trata de un simple ajuste estratégico, sino de un giro doctrinal que contradice frontalmente el discurso que sostuvo a un movimiento político que prometía lo contrario de lo que hacían los antecesores y que ahora ellos mismos hacen con un mayor énfasis. La presencia militar se ha extendido más allá de las calles y los operativos: está ahora en las aduanas, en la administración de aeropuertos, en las obras públicas, en programas sociales, en la inteligencia civil y hasta en las finanzas. De una participación excepcional, hemos pasado a una dependencia estructural.

En los años de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, la entonces oposición, con López Obrador a al frente, denunció constantemente el uso del Ejército para funciones que la Constitución reserva a las autoridades civiles. Las denuncias eran legítimas: durante ese periodo, los organismos de derechos humanos registraron un aumento en las violaciones por elementos castrenses, y la estrategia de “guerra contra el narco” dejó miles de víctimas colaterales.

El propio López Obrador, en su libro La salida (2017), señalaba los peligros de militarizar la seguridad pública y proponía crear una Guardia Nacional que combinara elementos civiles y militares, pero bajo un mando civil. La lógica era clara: fortalecer a las instituciones policiales y reducir gradualmente la participación de las Fuerzas Armadas. La promesa fue que “el Ejército volvería a sus cuarteles”.

Sin embargo, una vez en el poder, la narrativa cambió. La Guardia Nacional nació con discurso civil, pero estructura y entrenamiento militar. Recientemente se consumó el traspaso formal de su control a la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), ignorando la división constitucional original entre autoridades civiles y militares.

Lo que agrava esta contradicción es que la presencia militar no se limita a la seguridad. Las Fuerzas Armadas han sido encargadas de construir aeropuertos como el AIFA, el Tren Maya, bancos del Bienestar, y recientemente se les entregó el control administrativo de varios puertos y aduanas. Administran aerolíneas, empresas estatales, y ejercen presupuesto sin rendición de cuentas pública.

Quienes hoy gobiernan decían que el Ejército en las calles ponía en riesgo los derechos humanos. Hoy, aunque con menor cobertura mediática merced a una CNDH capturada por el gobierno, siguen ocurriendo ejecuciones arbitrarias, desapariciones forzadas y detenciones ilegales atribuibles a militares.

Decían también que la opacidad del Ejército era incompatible con la democracia. Hoy, miles de contratos adjudicados a SEDENA y SEMAR han sido clasificados como de “seguridad nacional”, obstaculizando el escrutinio público.

Se advertía que el poder armado debía someterse al civil. Pero en la práctica, el gobierno ha cedido el control de áreas estratégicas.

Desde el gobierno se argumenta que las Fuerzas Armadas son más confiables que las policías civiles, que están menos expuestas a la corrupción y que han demostrado capacidad operativa. En parte es cierto, de hecho, esos eran los argumentos de Calderón y Peña, pero eso no justifica entregarle tareas para las que no fue creado.

La lógica democrática no es confiar ciegamente en las instituciones, sino establecer controles, límites y responsabilidades. Si la solución a los males del Estado civil es sustituirlo por una lógica militar, entonces no estamos corrigiendo el problema: estamos cancelando la posibilidad de fortalecer la democracia.

Más allá de las obras construidas, la mayor pérdida puede ser la institucional: se ha debilitado la noción de que los civiles deben controlar el uso de la fuerza, administrar los recursos públicos y ejercer el poder político. Si la tendencia continúa, lo que está en juego no es solo una estrategia de seguridad, sino el tipo de Estado que se está construyendo.

La militarización en tiempos de Calderón y Peña Nieto fue denunciada como una traición a los principios democráticos. Hoy, esa misma lógica exacerbada ha sido asumida como política de Estado por quienes entonces la resistían y se presentaban como alternativa ética.

Negar la contradicción es mentir. Minimizar los riesgos es irresponsable. Y normalizar esta situación es peligroso.

De Pilón:



miércoles, 4 de junio de 2025

La Hipocresía de los Sabios: Cuando la Experiencia no Equivale a Honestidad Intelectual

En el complejo tapiz de la política mexicana, pocos hilos son tan visibles y, al mismo tiempo, tan deshilachados como los de aquellos que, tras años de experiencia y supuesta dedicación, se permiten el lujo de sorprenderse o lamentar lo que, en retrospectiva, era previsible. Ana Laura Magaloni, con sus 25 años dedicados al tema de la justicia, se ha unido a este coro de voces que, ahora, claman engaño ante la implementación de la reforma judicial por parte de Claudia Sheinbaum. Sin embargo, esta postura no solo revela una falta de honestidad intelectual, sino también una desconexión preocupante entre la experiencia acumulada y la capacidad de anticipar consecuencias.

Magaloni, en un video ampliamente difundido en X (antes Twitter), expresa su decepción y dolor emocional al constatar que la reforma judicial no solo no aborda los problemas estructurales del sistema, sino que, en su opinión, lo desmorona. Afirma (tambien en otro video de X) haber apoyado inicialmente a Sheinbaum con la esperanza de que Morena llevaría a cabo una transformación significativa, solo para descubrir que la realidad era otra. Pero, ¿realmente era esta una sorpresa? ¿O estamos frente a un caso de conveniencia retrospectiva?

La honestidad intelectual exige no solo reconocer los hechos, sino también anticiparlos basándose en la información disponible. Sheinbaum, durante su campaña, no ocultó su intención de implementar las reformas judiciales propuestas por AMLO. De hecho, lo anunció explícitamente, alineándose con una agenda que ya había generado controversia y debate. La reforma, aprobada y publicada en los últimos meses del gobierno de AMLO, fue un tema de discusión pública, analizado por expertos, criticado por opositores y defendido por simpatizantes. Magaloni, con su vasta experiencia, no podía ignorar este contexto. Su sorpresa, por lo tanto, no parece ser el resultado de una falta de información, sino de una voluntad selectiva de no conectar los puntos.

Es aquí donde radica la hipocresía. Afirmar que se dedicaron 25 años al tema de la justicia y, sin embargo, no prever las implicaciones de una reforma tan controvertida, es un acto de deshonestidad intelectual. No se trata solo de un error de cálculo, sino de una omisión deliberada de considerar las consecuencias lógicas de las acciones políticas. Sheinbaum no inventó la reforma judicialpero si la apoyó, y su promesa de implementarla fue clara. Magaloni, al apoyar a Sheinbaum, no solo avalaba a una candidata, sino también a un proyecto político que incluía esta reforma. Llamarse ahora a engaño es, en el mejor de los casos, una admisión de ingenuidad; en el peor, una táctica para desmarcarse de las consecuencias de una decisión previa.

No es la primera vez que vemos a intelectuales y expertos mexicanos tender esta trampa. La historia está llena de casos en los que la cercanía al poder, la esperanza de cambio o simplemente la conveniencia política han nublado el juicio de quienes deberían ser guías morales e intelectuales. Magaloni no está sola en este camino. Otros, con similar bagaje académico y profesional, han expresado sorpresa o decepción ante desarrollos que, en retrospectiva, eran predecibles. Esta tendencia no solo erosiona la credibilidad de estos individuos, sino también la confianza en la intelectualidad como un faro de honestidad y rigor.

La honestidad intelectual no es solo un lujo académico; es una responsabilidad. Implica reconocer los límites de nuestra comprensión, anticipar las consecuencias de nuestras acciones y, sobre todo, no sorprendernos cuando los hechos confirman lo que ya era evidente. Magaloni, con su experiencia, tenía las herramientas para prever lo que ocurriría. Su lamento actual no es más que un recordatorio de que la experiencia, por sí sola, no garantiza sabiduría ni integridad a la hora de expresar apoyos políticos.

En un país como México, donde la polarización política y la desconfianza en las instituciones son endémicas, la honestidad intelectual de sus líderes de opinión es más crucial que nunca. Lamentablemente, casos como el de Magaloni nos recuerdan que, a veces, incluso los "sabios" pueden caer en la tentación de la hipocresía. Y eso es lo que realmente desmorona la fe en el diálogo constructivo y la búsqueda de la verdad.