No están arrepentidos. No realmente. Quienes apoyaron con su voto a un régimen que ha desfigurado la constitución y ejecutado un golpe de estado contra uno de los tres poderes de la unión no parecen lamentar su decisión por lo que implicó desde el inicio. No. Su arrepentimiento, si acaso existe, no es por haber respaldado un proyecto que sabían autoritario, sino porque ahora las consecuencias de ese voto les han alcanzado a ellos mismos.
“No se podía saber”, dicen algunos. “No votamos por esto. No dimos un cheque en blanco. No es culpa de nadie”. Excusas que suenan huecas cuando se confrontan con la realidad. Porque, en el fondo, no se arrepienten de su voto; se arrepienten de que el costo de sus decisiones ya no recaiga solo en los demás, sino que ahora les toque a ellos sufrirlo. Sabían —sin lugar a dudas— que su elección afectaría negativamente a otros. Justificaron que derechos elementales fueran pisoteados en nombre de un supuesto bien mayor. Lo admitieron cuando mandaron al diablo a las instituciones, cuando negaron hechos y evidencias que contradecían su narrativa. Siempre se supo lo que este régimen haría; lo que creyeron fue que las consecuencias las pagarían otros, mientras ellos permanecerían a salvo, intocados.
No les importó que el líder fuera un fratricida, ni que sus acólitos fueran mendaces descarados, incapaces de aceptar una derrota en las urnas. No les preocupó que “mandar al diablo a las instituciones” no fuera solo una bravata, sino una declaración de intenciones respaldada por actos concretos: un intento de impedir una toma de protesta, la violencia contra sesiones del congreso. Todo eso se sabía de antemano. Las señales estaban ahí, claras como el día. Pero ellos asumieron que el precio lo pagarían otros, mientras ellos cosecharían los frutos de su “transformación”.
Se aferraron al mantra de “no mentir, no robar, no traicionar”, ignorando una vida entera de evidencias que contradecían esas palabras. Y, peor aún, lo sostuvieron incluso cuando el ejercicio del poder mostró lo opuesto. ¡Qué locura! Creyeron en un viento de promesas vacías, a pesar de que la incapacidad para gobernar era evidente. “Gobernar ni tiene ciencia” era la consigna, pero los hechos hablan más que las palabras.
Sin embargo, no me malinterpreten. Me alegra ver que ahora expresen su descontento. Hay motivos de sobra para estarlo. Pero creo que les falta algo esencial: autocrítica. Una introspección honesta que los lleve a preguntarse: ¿por qué antes no les parecía inaceptable lo que sí se podía saber que ocurriría? ¿Por qué solo ahora, cuando su vida, sus principios y su estilo de vida están comprometidos, sienten esa terrible sensación de pérdida? Mientras tanto, observan a otros —a quienes las consecuencias aún no alcanzan, pero eventualmente lo harán— permanecer indiferentes o incluso celebrar la destrucción que ya les afecta a ellos.
La cosa es simple: SE LES DIJO. SÍ SE PODÍA SABER. Y SÍ ES SU CULPA. No hay escapatoria a esa verdad. Cada advertencia ignorada, cada evidencia desechada, cada justificación para apoyar lo indefendible los trajo hasta aquí. Ahor toca hacer algo al respecto. Prepararse para corregir el rumbo cuando tengan la oportunidad —si es que la volvemos a tener— de ejercer el voto. Que recuerden que son los resultados, no las supuestas buenas intenciones, lo que marca la diferencia.
Mientras tanto, que enfrenten las consecuencias de sus decisiones. Que lidien con lo que votaron. Porque, al final del día, esto no es un castigo inmerecido ni una sorpresa inesperada. Es, simplemente, lo que eligieron. En pocas palabras, que DISFRUTEN LO VOTADO.