El gobierno de Claudia Sheinbaum ha heredado y perpetuado los errores de su mentor, Andrés Manuel López Obrador. A pesar de su incapacidad para desprenderse de su sombra, esto no ha sido una debilidad, sino su mayor fortaleza. Sheinbaum ha construido su legitimidad sobre la base de la continuidad, evitando cualquier atisbo de independencia real. Los resultados están a la vista: una economía estancada, instituciones debilitadas, corrupción rampante y una sociedad profundamente dividida. Sin embargo, sería un error subestimar lo que su administración y su partido han logrado: mantener una narrativa cohesionada, una base de apoyo inquebrantable y una maquinaria electoral implacable.
Sheinbaum no ha necesitado ser una gran estratega ni demostrar habilidades excepcionales de gobierno. Su mayor fortaleza, al igual que la de AMLO, radica en su capacidad para manipular la percepción pública. Como bien advirtió Friedrich Hayek, “lo que llamamos opinión pública está formado por ideas que la mayoría nunca cuestiona, pero que acepta como incuestionables.” Esta es la esencia de la estrategia de Morena: imponer narrativas que desvíen la atención de su incompetencia y mantener a la ciudadanía discutiendo lo que a ellos les conviene.
Mientras nosotros nos indignamos por cada golpe a las instituciones o por cada nombramiento absurdo, ellos siguen avanzando. No importa si destruyen el sistema de salud, desmantelan la educación pública o cooptan órganos autónomos. Para Morena, lo único relevante es consolidar el poder. Casos como el de Ricardo Anaya, sujeto a una persecución política utilizando a la fiscalía como brazo ejecutor, lo demuestran claramente: no buscan justicia, buscan percepción. Y esa percepción ha sido suficiente para aniquilar a cualquier adversario. Además, cada día siguen incorporando a lo peor de todos los partidos, fortaleciendo su red de clientelismo y pragmatismo político sin escrúpulos.
Pero el problema no es solo Morena; el problema somos nosotros. Desde la oposición, seguimos despreciando al gobierno por su ineptitud, pero fallamos en comprender su estrategia política. Nos quedamos atrapados en la indignación pasiva, como si escandalizarnos fuera suficiente para derrotar a una maquinaria electoral perfectamente aceitada. John Stuart Mill lo expresó con claridad: “La peor forma de tiranía no es aquella que se ejerce por medio de las leyes, sino la que se establece en los corazones y las mentes.” Morena ha entendido esto mejor que nadie.
Mientras nosotros debatimos sobre qué tipo de país queremos, o nos escandalizamos por nombramientos absurdos, ellos ya están diseñando cómo controlar el discurso de la próxima década. Hablamos de cómo reconstruir el país, pero ignoramos que, sin liderazgo claro y unidad estratégica, esas discusiones son meramente aspiracionales.
La oposición sigue atrapada en sus propias divisiones. Nos desgastamos criticando a posibles candidatos: si son carismáticos, si conectan con la gente o si su historial es impecable. En lugar de reconocer que Sheinbaum y su equipo enfrentan a un adversario fragmentado y torpe, seguimos analizando personalidades mientras ellos consolidan su poder. El problema no es solo el liderazgo, sino nuestra incapacidad colectiva para estructurar una visión unificada que haga frente a esta maquinaria.
En el camino, las instituciones siguen cayendo. Cada fideicomiso desaparecido, cada órgano autónomo cooptado, cada política pública desmantelada bajo el pretexto de la “austeridad republicana”, son golpes profundos que costarán décadas reparar. Y, en un acto que marca un antes y un después en la historia del país, la reforma judicial impulsada por AMLO como un capricho personal y un deseo de venganza ha dejado al sistema de justicia en ruinas. Esta reforma, más que una transformación, es un retroceso que debilita el Estado de derecho y abre la puerta a la arbitrariedad.
Todo esto ocurre mientras la corrupción y la impunidad se camuflan bajo un discurso de supuesta transformación y justicia social. El 2030 está a la vuelta de la esquina, y si no reconocemos que estamos enfrentando a una maquinaria perversa y despiadada, diseñada para perpetuarse en el poder, seguiremos condenados a observar desde la barrera. Es hora de abandonar la ingenuidad y entender que no basta con indignarse o escandalizarse. Hay que actuar con madurez, con estrategia y con una narrativa que recupere la confianza de los ciudadanos.
Sheinbaum no es invencible, pero derrotarla exige un cambio radical en la forma en que enfrentamos el escenario político. Como dijo Edmund Burke, “lo único necesario para que el mal triunfe es que los hombres buenos no hagan nada.” Si seguimos atrapados en la indignación superficial, habremos sido cómplices de nuestra propia derrota.
Es momento de ver el bosque, no solo las ramas. La lucha será difícil, pero claudicar no es una opción.