lunes, 30 de junio de 2025

La Constitución también protege al contribuyente

Por importante que sea la obligación constitucional de contribuir al gasto público, es indispensable tener presente que la Constitución no es un instrumento para legitimar la voracidad fiscal ni para reducir al ciudadano a un simple objeto de recaudación. La materia fiscal, aunque regulada por leyes específicas, no puede desligarse del bloque de constitucionalidad que también ampara los derechos fundamentales de los contribuyentes.

En su artículo, la ministra Lenia Batres sostiene que la materia fiscal no es propiamente constitucional. Sin embargo, omite mencionar que el derecho fiscal está profundamente condicionado por el principio de legalidad y por el marco de garantías que otorgan los artículos 14, 16 y 17 constitucionales. Es decir: nadie puede ser molestado en sus bienes sino mediante un mandamiento fundado y motivado, y todo acto de autoridad debe estar sujeto a control judicial.

El artículo 31, fracción IV, citado por la ministra, en efecto establece la obligación de contribuir “de manera proporcional y equitativa”, pero dicha disposición es solo una parte del entramado constitucional. La proporcionalidad y equidad no son principios meramente contables; implican una evaluación sustantiva sobre la justicia del sistema tributario, sobre su carga, su destino y su impacto social. Reducirlos a fórmulas técnicas es perder de vista su carácter garantista.

Los principios mencionados por la ministra —proporcionalidad, equidad, reserva de ley y destino del gasto público— son válidos, pero incompletos si no se integran con otras garantías constitucionales que protegen a la persona frente al poder fiscal del Estado.

Por ejemplo, la equidad no sólo exige que todos contribuyan, sino que no se cree una carga excesiva o desproporcionada sobre ciertos sectores, como suele ocurrir con los regímenes de confianza o los impuestos indirectos que afectan más a los que menos tienen. Del mismo modo, la “reserva de ley” debe entenderse como un blindaje contra la discrecionalidad, no como una excusa para imponer cargas sin control judicial ni participación efectiva del Congreso.

El Congreso no tiene carta blanca. El artículo 73, fracción VII, que faculta al Congreso a imponer contribuciones, no le otorga poder absoluto. La Constitución establece límites materiales y competenciales. La fracción XXIX del mismo artículo —que la ministra menciona— delimita con claridad los campos en los que se puede gravar, y esa delimitación existe para proteger a los ciudadanos frente a una expansión arbitraria del poder fiscal.

La enumeración que hace la ministra de los productos y sectores gravables —cerveza, tabaco, gasolina, etc.— parece una justificación tácita de un sistema fiscal regresivo, en donde los productos de consumo popular son los más castigados. Esta orientación impositiva choca con los principios de justicia distributiva, ya que termina afectando más al que menos tiene.

La ministra enumera los medios de defensa ante actos fiscales: revocación, nulidad, amparo, etc. Pero omite mencionar que el acceso a estos medios suele ser complejo, costoso y lento, lo cual vulnera de facto el derecho a la tutela judicial efectiva.

Cita también a la Prodecon, creada como una figura auxiliar de defensa, pero minimiza el hecho de que este organismo no tiene facultades vinculantes y que muchas veces sus recomendaciones son ignoradas por las autoridades fiscales. Hablar de la Prodecon como si fuera una garantía efectiva del debido proceso es, en el mejor de los casos, una exageración.

Por último, es importante señalar que el SAT sí goza de amplias facultades y prerrogativas, muchas veces con presunción de legalidad, mientras que el contribuyente debe probar su inocencia ante una maquinaria recaudatoria que, por diseño, es más fuerte que él.

El equilibrio necesario

La Constitución no sólo impone deberes. También establece límites al poder y garantías a los gobernados. El derecho fiscal no puede leerse sólo desde el punto de vista de la obligación de contribuir, sino también desde el derecho a no ser objeto de arbitrariedad, abuso o trato desigual.

Por ello, frente a una lectura parcial que presenta al contribuyente como un ente pasivo frente al Estado recaudador, es necesario recordar que el pacto constitucional es también un pacto de límites al poder tributario. Y eso, por más que se quiera simplificar o adornar con tecnicismos, no debe olvidarse.

jueves, 26 de junio de 2025

De denunciar al Ejército en las calles a entregarle el Estado.

 

En México, pocas transformaciones han sido tan profundas y tan contradictorias como la militarización del poder civil durante los gobiernos de Morena. Quienes hoy gobiernan fueron, durante años, férreos críticos del uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, señalando riesgos para los derechos humanos, la democracia y el equilibrio institucional. Hoy, ya en el poder, no solo han sostenido esa presencia, sino que la han ampliado, institucionalizado y normalizado en dimensiones inéditas.

Este viraje no es menor. No se trata de un simple ajuste estratégico, sino de un giro doctrinal que contradice frontalmente el discurso que sostuvo a un movimiento político que prometía lo contrario de lo que hacían los antecesores y que ahora ellos mismos hacen con un mayor énfasis. La presencia militar se ha extendido más allá de las calles y los operativos: está ahora en las aduanas, en la administración de aeropuertos, en las obras públicas, en programas sociales, en la inteligencia civil y hasta en las finanzas. De una participación excepcional, hemos pasado a una dependencia estructural.

En los años de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, la entonces oposición, con López Obrador a al frente, denunció constantemente el uso del Ejército para funciones que la Constitución reserva a las autoridades civiles. Las denuncias eran legítimas: durante ese periodo, los organismos de derechos humanos registraron un aumento en las violaciones por elementos castrenses, y la estrategia de “guerra contra el narco” dejó miles de víctimas colaterales.

El propio López Obrador, en su libro La salida (2017), señalaba los peligros de militarizar la seguridad pública y proponía crear una Guardia Nacional que combinara elementos civiles y militares, pero bajo un mando civil. La lógica era clara: fortalecer a las instituciones policiales y reducir gradualmente la participación de las Fuerzas Armadas. La promesa fue que “el Ejército volvería a sus cuarteles”.

Sin embargo, una vez en el poder, la narrativa cambió. La Guardia Nacional nació con discurso civil, pero estructura y entrenamiento militar. Recientemente se consumó el traspaso formal de su control a la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), ignorando la división constitucional original entre autoridades civiles y militares.

Lo que agrava esta contradicción es que la presencia militar no se limita a la seguridad. Las Fuerzas Armadas han sido encargadas de construir aeropuertos como el AIFA, el Tren Maya, bancos del Bienestar, y recientemente se les entregó el control administrativo de varios puertos y aduanas. Administran aerolíneas, empresas estatales, y ejercen presupuesto sin rendición de cuentas pública.

Quienes hoy gobiernan decían que el Ejército en las calles ponía en riesgo los derechos humanos. Hoy, aunque con menor cobertura mediática merced a una CNDH capturada por el gobierno, siguen ocurriendo ejecuciones arbitrarias, desapariciones forzadas y detenciones ilegales atribuibles a militares.

Decían también que la opacidad del Ejército era incompatible con la democracia. Hoy, miles de contratos adjudicados a SEDENA y SEMAR han sido clasificados como de “seguridad nacional”, obstaculizando el escrutinio público.

Se advertía que el poder armado debía someterse al civil. Pero en la práctica, el gobierno ha cedido el control de áreas estratégicas.

Desde el gobierno se argumenta que las Fuerzas Armadas son más confiables que las policías civiles, que están menos expuestas a la corrupción y que han demostrado capacidad operativa. En parte es cierto, de hecho, esos eran los argumentos de Calderón y Peña, pero eso no justifica entregarle tareas para las que no fue creado.

La lógica democrática no es confiar ciegamente en las instituciones, sino establecer controles, límites y responsabilidades. Si la solución a los males del Estado civil es sustituirlo por una lógica militar, entonces no estamos corrigiendo el problema: estamos cancelando la posibilidad de fortalecer la democracia.

Más allá de las obras construidas, la mayor pérdida puede ser la institucional: se ha debilitado la noción de que los civiles deben controlar el uso de la fuerza, administrar los recursos públicos y ejercer el poder político. Si la tendencia continúa, lo que está en juego no es solo una estrategia de seguridad, sino el tipo de Estado que se está construyendo.

La militarización en tiempos de Calderón y Peña Nieto fue denunciada como una traición a los principios democráticos. Hoy, esa misma lógica exacerbada ha sido asumida como política de Estado por quienes entonces la resistían y se presentaban como alternativa ética.

Negar la contradicción es mentir. Minimizar los riesgos es irresponsable. Y normalizar esta situación es peligroso.

De Pilón:



miércoles, 4 de junio de 2025

La Hipocresía de los Sabios: Cuando la Experiencia no Equivale a Honestidad Intelectual

En el complejo tapiz de la política mexicana, pocos hilos son tan visibles y, al mismo tiempo, tan deshilachados como los de aquellos que, tras años de experiencia y supuesta dedicación, se permiten el lujo de sorprenderse o lamentar lo que, en retrospectiva, era previsible. Ana Laura Magaloni, con sus 25 años dedicados al tema de la justicia, se ha unido a este coro de voces que, ahora, claman engaño ante la implementación de la reforma judicial por parte de Claudia Sheinbaum. Sin embargo, esta postura no solo revela una falta de honestidad intelectual, sino también una desconexión preocupante entre la experiencia acumulada y la capacidad de anticipar consecuencias.

Magaloni, en un video ampliamente difundido en X (antes Twitter), expresa su decepción y dolor emocional al constatar que la reforma judicial no solo no aborda los problemas estructurales del sistema, sino que, en su opinión, lo desmorona. Afirma (tambien en otro video de X) haber apoyado inicialmente a Sheinbaum con la esperanza de que Morena llevaría a cabo una transformación significativa, solo para descubrir que la realidad era otra. Pero, ¿realmente era esta una sorpresa? ¿O estamos frente a un caso de conveniencia retrospectiva?

La honestidad intelectual exige no solo reconocer los hechos, sino también anticiparlos basándose en la información disponible. Sheinbaum, durante su campaña, no ocultó su intención de implementar las reformas judiciales propuestas por AMLO. De hecho, lo anunció explícitamente, alineándose con una agenda que ya había generado controversia y debate. La reforma, aprobada y publicada en los últimos meses del gobierno de AMLO, fue un tema de discusión pública, analizado por expertos, criticado por opositores y defendido por simpatizantes. Magaloni, con su vasta experiencia, no podía ignorar este contexto. Su sorpresa, por lo tanto, no parece ser el resultado de una falta de información, sino de una voluntad selectiva de no conectar los puntos.

Es aquí donde radica la hipocresía. Afirmar que se dedicaron 25 años al tema de la justicia y, sin embargo, no prever las implicaciones de una reforma tan controvertida, es un acto de deshonestidad intelectual. No se trata solo de un error de cálculo, sino de una omisión deliberada de considerar las consecuencias lógicas de las acciones políticas. Sheinbaum no inventó la reforma judicialpero si la apoyó, y su promesa de implementarla fue clara. Magaloni, al apoyar a Sheinbaum, no solo avalaba a una candidata, sino también a un proyecto político que incluía esta reforma. Llamarse ahora a engaño es, en el mejor de los casos, una admisión de ingenuidad; en el peor, una táctica para desmarcarse de las consecuencias de una decisión previa.

No es la primera vez que vemos a intelectuales y expertos mexicanos tender esta trampa. La historia está llena de casos en los que la cercanía al poder, la esperanza de cambio o simplemente la conveniencia política han nublado el juicio de quienes deberían ser guías morales e intelectuales. Magaloni no está sola en este camino. Otros, con similar bagaje académico y profesional, han expresado sorpresa o decepción ante desarrollos que, en retrospectiva, eran predecibles. Esta tendencia no solo erosiona la credibilidad de estos individuos, sino también la confianza en la intelectualidad como un faro de honestidad y rigor.

La honestidad intelectual no es solo un lujo académico; es una responsabilidad. Implica reconocer los límites de nuestra comprensión, anticipar las consecuencias de nuestras acciones y, sobre todo, no sorprendernos cuando los hechos confirman lo que ya era evidente. Magaloni, con su experiencia, tenía las herramientas para prever lo que ocurriría. Su lamento actual no es más que un recordatorio de que la experiencia, por sí sola, no garantiza sabiduría ni integridad a la hora de expresar apoyos políticos.

En un país como México, donde la polarización política y la desconfianza en las instituciones son endémicas, la honestidad intelectual de sus líderes de opinión es más crucial que nunca. Lamentablemente, casos como el de Magaloni nos recuerdan que, a veces, incluso los "sabios" pueden caer en la tentación de la hipocresía. Y eso es lo que realmente desmorona la fe en el diálogo constructivo y la búsqueda de la verdad.

martes, 27 de mayo de 2025

Por qué no votar en la elección judicial

En los días previos a la elección judicial del 1 de junio, algunas voces han insistido en que votar es una obligación cívica ineludible. Se ha dicho que, incluso en procesos imperfectos, acudir a las urnas puede mejorar las cosas, detener retrocesos o sentar precedentes para el futuro. Pero, ¿qué pasa cuando las reglas del juego están amañadas desde el principio? ¿Qué sucede cuando votar no es elegir libremente, sino validar decisiones tomadas por otros?

En este texto propongo una opinion distinta: en ciertos contextos, abstenerse también es una forma legítima de participación política. A continuación, argumentaré contra cinco ideas comunes sobre el valor del voto en elecciones defectuosas, y trato de explicar por qué no votar puede ser una forma de decir “no” con fuerza.

1. “Votar sirve para evitar que lleguen los peores”

Suena lógico: si participamos, podemos al menos evitar que ganen los peores perfiles. Pero este argumento falla cuando las opciones disponibles ya fueron filtradas por actores políticos con intereses propios. En otras palabras, cuando todos los candidatos fueron seleccionados por las mismas élites, el votante no tiene una verdadera capacidad de corregir el rumbo, solo puede elegir entre lo que le dejaron.

El voto deja de ser una herramienta transformadora y se convierte en una manera de legitimar lo que ya fue decidido desde arriba.

2. “Se puede votar estratégicamente por el menos malo”

Otra propuesta común es el “voto estratégico”: apoyar a quien no es ideal, pero al menos es menos peligroso. Pero esta idea parte de una suposición cuestionable: que la ciudadanía tiene suficiente información para comparar objetivamente a los candidatos. En procesos opacos, sin campañas claras, sin debates, sin acceso a datos completos, la posibilidad de tomar una decisión informada es mínima.

En este escenario, el voto estratégico se parece más a una apuesta a ciegas que a un ejercicio de responsabilidad cívica.

3. “No votar es dejar que otros decidan por ti”

Este es quizá el argumento más repetido: que abstenerse es rendirse o desentenderse del país. Pero no es cierto. La abstención puede ser una forma activa y consciente de rechazar el proceso, una manera de denunciar que no hay condiciones para una elección real. No todas las abstenciones son por apatía. Algunas son un grito político frente a la simulación.

En contextos donde la democracia se reduce a una fachada, no participar puede ser una forma de proteger su verdadero significado.

4. “Hay buenos candidatos, vale la pena votar por ellos”

Incluso si entre los candidatos hay personas capaces, su llegada al proceso ya ocurrió dentro de un sistema controlado por intereses políticos. Es ingenuo pensar que el talento individual puede cambiar un diseño institucional viciado. Un buen perfil no garantiza autonomía ni imparcialidad, sobre todo si la lógica electoral premia popularidad antes que preparación.

El problema no es solo “quién llega”, sino cómo y por qué llega.

5. “Aunque el proceso sea imperfecto, hay que participar para mejorar en el futuro”

Finalmente, se dice que participar hoy puede ayudar a mejorar el sistema mañana. Pero esta esperanza depende de que el sistema sea sensible a lo que expresa la ciudadanía. En democracias frágiles o autoritarias, la participación popular suele usarse como escudo para justificar decisiones impopulares o autoritarias. Votar en estas condiciones no mejora el futuro: puede reforzar los mecanismos que lo impiden.

En resumidas cuentas

Votar es importante, pero solo cuando hay algo que realmente elegir y condiciones mínimas de equidad y transparencia. En elecciones judiciales diseñadas para consolidar el poder de quienes ya lo tienen, la abstención puede ser una forma legítima —y valiente— de participación política. No por desinterés, sino precisamente por responsabilidad democrática.

Porque en ocasiones, el verdadero acto de ciudadanía es no prestarse al juego.


Lecturas recomendadas:

  • O’Donnell, G. (1994). Delegative Democracy. Journal of Democracy.
    https://kellogg.nd.edu/sites/default/files/old_files/documents/172_0.pdf

  • Hirschman, A. (1970). Exit, Voice, and Loyalty. Harvard University Press.
    https://fenix.iseg.ulisboa.pt/downloadFile/563083097450219/Albert%20O.%20Hirschman%20-%20Exit,%20Voice,%20and%20Loyalty_%20Responses%20to%20Decline%20in%20Firms,%20Organizations,%20and%20States%20%20%20(1970,%20Harvard%20University%20Press).pdf

  • Morlino, L. (2012). Changes for Democracy. Oxford University Press.
    https://www.amazon.com.mx/Changes-Democracy-Actors-Structures-Processes/dp/0199698112

  • Helmke, G. (2002). The Logic of Strategic Defection. American Political Science Review.
    https://www.cambridge.org/core/books/abs/courts-under-constraints/logic-of-strategic-defection/5277159563B3DC6B05DEE500969FBF6D

domingo, 25 de mayo de 2025

El doble estándar del obradorismo: Acusar golpismo mientras se desmantela la democracia

Por años, Andrés Manuel López Obrador y el movimiento obradorista han utilizado la narrativa del “golpismo” como arma retórica para deslegitimar a sus críticos, tanto dentro como fuera de México. Desde el Poder Judicial hasta la oposición, los medios y eventos internacionales, cualquier resistencia a la Cuarta Transformación (4T) es etiquetada como un intento de “golpe de Estado” o “golpe blando”. Sin embargo, esta retórica revela un doble estándar flagrante: mientras AMLO acusa a otros de atentar contra la democracia, su gobierno impulsa una reforma judicial que, al subordinar el Poder Judicial al control político, constituye un verdadero acto de golpismo contra el sistema democrático mexicano. Este op-ed critica esa hipocresía, desenmascara la inconsistencia de las acusaciones de AMLO y advierte sobre las consecuencias de su asalto a las instituciones.

El uso selectivo del “golpismo”

AMLO ha acusado de “golpismo” a una amplia gama de actores y eventos, nacionales e internacionales, sin sustento sólido. En México, el Poder Judicial ha sido el blanco principal. Cuando los tribunales emitieron amparos contra proyectos como el Tren Maya o la reforma eléctrica, AMLO los señaló de perpetrar un “golpe de Estado técnico”, alegando que servían a las élites. Sin embargo, los amparos son mecanismos constitucionales para proteger derechos, no conspiraciones para derrocar gobiernos. La oposición política, los medios críticos y movimientos como FRENAAA también han sido tildados de “golpistas” por ejercer su derecho a disentir, a pesar de operar dentro del marco legal. Internacionalmente, AMLO calificó la renuncia de Evo Morales en Bolivia (2019) como un golpe, ignorando las irregularidades electorales documentadas por la OEA, y sectores del obradorismo han insinuado “golpes blandos” en casos como Venezuela (2019) o Perú (2022), sin pruebas concluyentes.

Estas acusaciones tienen un patrón: cualquier crítica o contrapeso a la 4T es enmarcada como una amenaza existencial. Este discurso no solo deslegitima a los opositores, sino que polariza y justifica la concentración de poder. AMLO usa el término “golpe” para presentarse como víctima, evocando una lucha épica entre el “pueblo” y las “élites”. Pero la evidencia desmiente estas narrativas. Los jueces no buscan derrocar al gobierno, sino garantizar el Estado de Derecho. La oposición y los medios, aunque a veces polarizantes, actúan dentro de la democracia. Los eventos internacionales señalados como “golpes” suelen ser crisis políticas complejas, no conspiraciones orquestadas. El obradorismo, en su afán por monopolizar la legitimidad, distorsiona la realidad para justificar su agenda.

El verdadero golpismo: La destrucción del Poder Judicial

La hipocresía del obradorismo alcanza su cúspide con la reforma judicial de 2024, que establece la elección popular de jueces, magistrados y ministros, elimina el Consejo de la Judicatura Federal y crea un organismo disciplinario influido por el Ejecutivo y el Legislativo, ambos dominados por Morena. Esta reforma no es una democratización, como afirma AMLO, sino un golpe técnico contra la separación de poderes, un pilar de cualquier democracia funcional. Al politizar la selección de jueces, el gobierno asegura su control sobre el Poder Judicial, eliminando su capacidad de actuar como contrapeso. Esto no solo amenaza los derechos de los ciudadanos, sino que concentra el poder en el Ejecutivo, un rasgo característico de regímenes autoritarios.

Organismos como la ONU y Human Rights Watch han advertido que esta reforma pone en riesgo el Estado de Derecho. Jueces y académicos mexicanos han protestado, señalando que la elección popular expone a los magistrados a presiones políticas y del crimen organizado. Ejemplos históricos, como la captura del Poder Judicial en Venezuela bajo Hugo Chávez, muestran cómo la subordinación de los tribunales allana el camino hacia el autoritarismo. AMLO, que acusa a otros de “golpismo”, perpetra un acto mucho más grave: desmantelar una institución clave para la democracia, todo mientras se envuelve en la bandera del “pueblo”.

El peligro del doble estándar

El doble estándar del obradorismo no es solo una contradicción retórica; es una amenaza a la democracia mexicana. Al acusar falsamente a sus críticos de “golpistas”, AMLO desvía la atención de su propia agenda de concentración de poder. Esta táctica erosiona la confianza en las instituciones, polariza a la sociedad y debilita el pluralismo. Mientras AMLO señala supuestos complots, su reforma judicial hace exactamente lo que él denuncia: subvertir el orden democrático. Si un “golpe” es un ataque contra las instituciones que sostienen la democracia, entonces la 4T, al destruir la independencia judicial, es culpable del verdadero golpismo.

La ciudadanía debe rechazar este doble estándar y exigir coherencia. Una democracia saludable requiere contrapesos, no la sumisión de un poder a otro. AMLO no puede seguir acusando a sus críticos de atentar contra el “pueblo” mientras desmantela las instituciones que lo protegen. México merece un liderazgo que fortalezca, no que debilite, el Estado de Derecho.


Para no hablar de cierto frustrado pintor austriaco, hablemos mejor de Alberto Fujimori (Perú, 1990-2000): Llegó al poder democráticamente, pero acusó al Congreso y al Poder Judicial de obstruir su gobierno, tildándolos de “golpistas” en un contexto de crisis económica y terrorismo. En 1992, perpetró un autogolpe, disolviendo el Congreso y reorganizando el Poder Judicial, lo que derivó en una dictadura hasta su caída en 2000.

Este caso muestran un patrón: líderes electos democráticamente que, al enfrentar críticas, acusan “golpismo” para justificar la erosión de las instituciones democráticas, derivando en autoritarismo o dictadura. México debe aprender de estas lecciones para proteger su democracia.

De Pilón

La elección popular de jueces, magistrados y ministros del 1 de julio de 2025 es un paso hacia la captura del Poder Judicial por el Ejecutivo y Morena, amenazando la independencia judicial y el Estado de Derecho. Participar en esta votación legitima un proceso que expone a los jueces a presiones políticas y del crimen organizado, como advierten la ONU y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ejemplos como Venezuela, donde la politización de los tribunales consolidó el autoritarismo, muestran el peligro. No votar es un acto de resistencia cívica para proteger la democracia y rechazar el golpismo de la 4T, que busca concentrar el poder al destruir un pilar constitucional.


martes, 13 de mayo de 2025

Sí, Soy Parcial… Y ESTÁ BIEN. Mi Lealtad no con los Políticos.

A ver, que quede claro desde el inicio: SÍ, este espacio es PARCIAL. Y lo digo sin pelos en la lengua. Totalmente parcial. Pero ojo, quizás no como te lo imaginas. Esto no va de ser pro-Morena, anti-PAN o palero del PRI.

Con contadas excepciones, no defiendo una preferencia política per se. Ante todo, soy un celoso guardián del Estado de Derecho y la democracia liberal. Mi interés primordial es el CUMPLIMIENTO de la ley frente a su VIOLACIÓN. Y sí, a veces me clavo en temas que me mueven especialmente.

Es normal que haya diversidad de opiniones, ¡faltaría más! En política, cada cabeza es un mundo. Tengo convicciones personales, morales o de fe muy firmes, pero creo que esta red ni ninguna otra es el lugar para ventilar esos temas.

Pero aquí la CLAVE: NO tomo partido por colores o siglas. Tomo partido con base en principios LEGALES y en la REALIDAD. Y sí, eso a veces significa que un partido (y sus fans) quedan PEOR parados que otros. No es por grilla, es porque, en mi opinión, algunos se creen por encima de la LEY.

Así que sí, lo admito: soy parcial. Mi visión es: Soy APARTIDISTA, pero NO apolítico. La ley es el resultado de la política; es imposible hablar de una sin tocar la otra.

Por eso, CREO (así, con mayusculas) que hoy más que nunca hay que jugársela. ¿Qué está en juego? TODO. En mi opinión, el Estado de Derecho MISMO.

En el CENTRO de mis opiniones políticas está el ESTADO DE DERECHO. ¿Qué significa? Que la ley aplica PAREJO. Seas Juan Pérez o el Presidente de la República. A la ley no le debería importar tu filiación partidista.

Cuando alguien viola la ley o la retuerce hasta hacerla irreconocible, LO DIGO. Si un político o funcionario abusa de su poder, se salta las trancas o ignora la ley, ¡claro que lo voy a comentar! Y si eso le cala a tu corazoncito partidista… pues sorry, not sorry. Ese es TU problema.

CREO en el ACCESO A LA JUSTICIA y en la INDEPENDENCIA JUDICIAL. Que la ley no sea solo para los ricos y poderosos. Si el sistema está cargado contra el ciudadano de a pie o si los tribunales se vuelven herramientas políticas, ¡ALERTA! Eso es un problemón. Los jueces deben ser árbitros NEUTRALES, no operadores políticos a modo para impulsar agendas. Y si un juez se pone la camiseta de fanático, también se dice y se comenta (Hola Arturo Zaldívar).

CREO en la participación política INFORMADA y ÉTICA. Implica exhibir la desinformación, desmontar mentiras y sí, criticar con dureza las posturas malintencionadas.

CREO firmemente en los DERECHOS HUMANOS e individuales. Presunción de inocencia, libertad de expresión… ¡fundamentales! Y sobre la libertad de expresión, decir que en escencia te protege de la CENSURA gubernamental, NO de las consecuencias, críticas o del ridículo por decir tonterías. El gobierno NO tiene vela en el entierro de regular o castigar lo que piensas o dices. La libertad de expresión y el derecho de réplica NO son facultad del gobierno, ¡ni mucho menos un derecho SUYO!

Y claro, lo que DEFIENDO también define a lo que me OPONGO: Me OPONGO frontalmente a la CORRUPCIÓN política y al ABUSO DE PODER. Suena obvio, ¿no? Pues la corrupción apesta. Que los políticos usen su cargo para enriquecerse, violen la ley impunemente o usen las instituciones como garrote personal… ¡ES UN PROBLEMA GRAVE! Sea QUIEN SEA, lo voy a señalar. REPRUEBO que se use el poder del Estado como ARMA POLÍTICA. Ya sea con linchamientos mañaneros, procesos judiciales con jiribilla política o chicanadas legales para obstruir la justicia. Cuando el Estado quiere jueces a modo en vez de un contrapeso a sus excesos, es ABUSO DE PODER. Y lo denunciaré SIEMPRE.

Me OPONGO a la MENTIRA, la IGNORANCIA, la ESTUPIDEZ y la DESVERGÜENZA. A ver, un buen debate es bienvenido. Lo que NO tolero son las mentiras, la ignorancia rampante y la estupidez. Hay un ABISMO entre argumentar de buena fe y soltar sandeces. Me gusta el debate con sustancia. Si vas a entrarle, que sea con argumentos. Y sí, creo que nos urge recuperar la VERGÜENZA y el respeto propio. Lamentablemente, defender el Estado de Derecho hoy es ir contracorriente. Para muchos, todo se vale con tal de salirse con la suya, ya sea desde el poder o aplaudiéndole.

Todo esto que defiendo debería ser APARTIDISTA. Si a tu partido le molesta esto… pues tu partido APESTA. Así de simple. Y el típico "es que los otros también lo hacían" es tan CIERTO como IRRELEVANTE para justificar el cochinero actual.

Hoy, estos ideales no los comparten todos por igual. Así que, al grano: el ELEFANTE EN LA HABITACIÓN. Muchos acusan de "parcial" o "traidor a la patria" a quien critica a López Obrador y Morena. Déjenme ser CRISTALINO: No me cae mal AMLO por ser AMLO. Me OPONGO a López Obrador porque está DESMANTELANDO ACTIVAMENTE el Estado de Derecho. Y en la medida en que Morena como movimiento va en contra de estos ideales, pues también estoy en contra de ese movimiento.

A raíz de esto, hay opinólogos que antes negaban las tendencias autoritarias y antidemocráticas de Morena, y ahora preguntan con falsa inocencia: "¿Quién lo hubiera imaginado? ¡No se podía saber!" ¡Pues MUCHOS lo dijimos! SÍ SE PODÍA SABER. Lo vimos venir. Lo vimos en su etapa de oposición, en su gobierno en CDMX, en su desacato a amparos, en su recurrente desconocimiento de derrotas electorales, en su "al diablo las instituciones", en su ejercicio del poder presidencial. Antes de ser presidente y DURANTE los seis años. Las señales eran CLARÍSIMAS.

Quienes lo advertimos fuimos Casandras, con el don de profesía pero condenados a que no se nos creyera. Pero si entiendes un MÍNIMO de leyes, no es difícil ver cuándo se las están pasando por el arco del triunfo. Desafortunadamente, hoy muchos se hacen de la vista gorda con la ley por conveniencia política. Pero las señales estaban ahí, a la vista de todos. ¿Recordamos cuando AMLO ignoró un amparo en el caso El Encino? Que no lo castigaran no significa que no haya delinquido. Es un antidemócrata que desconoció resultados electorales e intentó impedir la toma de posesión de Calderón. #Memoria Además, INJURIÓ desde el poder presidencial a críticos, reveló datos personales de periodistas como Loret, de Xóchitl, de corresponsales extranjeros. #AbusoDePoder Organizó un fideicomiso opaco para los damnificados del sismo de 2017, usándolo para su promoción y la de su partido rumbo a 2018. CONFISCÓ ilegalmente fideicomisos de entes autónomos para usar los recursos discrecionalmente y en opacidad.

Podemos debatir si son delitos, pero sin duda son o DEBERÍAN SER políticamente descalificantes. Y ahora, Sheinbaum, como su sucesora, busca dinamitar el orden constitucional para, entre otras cosas: destruir al Poder Judicial, censurar críticos, confiscar recursos del INFONAVIT, proteger a Cuauhtémoc Blanco, injuriar a quienes la cuestionan.

Y que quede CLARO: si en 2030 llega un presidente del PRI, PAN o MC y hace la MITAD de lo que han hecho AMLO, Sheinbaum y Morena, lo criticaré con la MISMA DUREZA. #Coherencia

Esto NO es de partidos. La pregunta es: ¿LA LEY TODAVÍA SIGNIFICA ALGO? Esto no es solo "mala política", es el germen de un régimen autoritario, de una República Bananera. Cualquier otro presidente que hiciera esto sería comparado con Echeverría o López Portillo. Y cuando un panista, priista o "naranja" comete una ilegalidad, TAMBIÉN LO DIGO.

NO critico a AMLO, Sheinbaum y Morena por "odio". Los critico porque están intentando ACTIVAMENTE desmantelar la democracia, corromper el sistema legal y ponerse POR ENCIMA DE LA LEY.

Esto es un problema, tengas el partido que tengas. Y mira, si crees que esto es "ser parcial", te propongo un trato: el día que un OPOSITOR intente desconocer una elección, ocultar información pública o presionar jueces para arrestar enemigos políticos, ¡seré el PRIMERO en criticarlo!

Porque esto NO es partidismo, es la DEFENSA del Estado de Derecho.

Ojalá la discusión política no girara tanto en torno al obradorismo, ni tuviéramos que analizar constantemente medidas legales inéditas y autoritarias. Pero, lamentablemente, estamos bajo ASECHO constante.

Ser objetivo NO es darle el mismo espacio a "ambos lados" como si fuera un partido de fútbol. NO ES POSIBLE criticar a un opositor por cada ilegalidad de Morena, ¡simplemente porque no hay tantos opositores cometiéndolas! Las violaciones a la ley NO están distribuidas equitativamente.

Si esto te molesta, quizás es hora de que TÚ empieces a exigir más a TUS políticos. Quizás TÚ también deberías ser PARCIAL… por el Estado de Derecho.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Matar a los Abogados: La Reforma Judicial Mexicana y el Eco de Shakespeare

En Enrique VI, Parte 2, William Shakespeare pone en boca de un rebelde una frase que resuena con inquietante claridad en el México de 2025: “Lo primero que haremos, matemos a todos los abogados”. Pronunciada por Dick, el carnicero, en el contexto de una revuelta anárquica liderada por Jack Cade, la línea no es un llamado literal al asesinato, sino una sátira mordaz contra quienes ven en las leyes y sus defensores un obstáculo para imponer su visión de “justicia”. Los rebeldes de Shakespeare justifican su ataque al orden legal como un medio para liberar al pueblo de una élite opresora, pero su verdadera intención es el poder sin restricciones. Hoy, la reforma constitucional al Poder Judicial en México, impulsada por Andrés Manuel López Obrador y consolidada por Claudia Sheinbaum, evoca este espíritu con una precisión alarmante. Bajo el pretexto de democratizar la justicia, la reforma somete al Poder Judicial, desmantelando su independencia y amenazando los cimientos de la democracia mexicana.

La reforma, aprobada en 2024 y en marcha en 2025, transforma radicalmente el Poder Judicial. La elección por voto popular de jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), la reducción de ministros de 11 a 9, la creación de un Tribunal de Disciplina Judicial y un Órgano de Administración externos, y la limitación de la capacidad de la SCJN para suspender leyes generales en ciertos casos son cambios que, según sus defensores, combaten la corrupción, el nepotismo y el elitismo de un sistema judicial desconectado del pueblo. Claudia Sheinbaum, en su narrativa, ha insistido en que la reforma responde a la “voluntad popular”, citando datos como el 46% de nepotismo en el Poder Judicial para justificar la necesidad de una justicia más democrática. Esta retórica, que presenta a los jueces como una casta privilegiada, recuerda a los rebeldes de Shakespeare, quienes vilipendian a los abogados para legitimar su cruzada.

Sin embargo, al igual que en la obra de Shakespeare, las supuestas buenas intenciones de la reforma ocultan un objetivo más profundo: la sumisión del Poder Judicial a los otros poderes del Estado. La elección popular de jueces, aunque vendida como democratización, expone a los magistrados a presiones políticas, mediáticas y hasta del crimen organizado, como ha ocurrido en experiencias similares en Bolivia. La creación de órganos externos de control, que operan al margen de la SCJN, introduce una vigilancia que amenaza la autonomía judicial. Más preocupante aún es la propuesta de “Supremacía Constitucional” de Morena, que limitaría la capacidad de la Corte para revisar reformas constitucionales, debilitando su rol como contrapeso. En la práctica, estas medidas no solo “matan” la independencia de los jueces, sino que allanan el camino para un Ejecutivo y un Legislativo —dominados por Morena— sin frenos institucionales.

La comparación con Shakespeare no es casual. En la obra, los rebeldes no admiten que su meta es el caos o el poder absoluto; en cambio, disfrazan su ataque al sistema legal como una lucha por el bien común. De manera similar, el gobierno mexicano no verbaliza un deseo de controlar la SCJN, sino que envuelve la reforma en un discurso de justicia social y soberanía popular. AMLO y Sheinbaum han insistido en que el pueblo, no las élites, debe decidir el rumbo de la justicia. Pero este argumento ignora una verdad fundamental: en una democracia, la independencia judicial no es un privilegio, sino una garantía contra el autoritarismo. Sin una SCJN autónoma, capaz de cuestionar leyes o actos de gobierno, el riesgo de abusos de poder crece exponencialmente.

Los defensores de la reforma podrían argumentar que el Poder Judicial mexicano, con sus fallos cuestionables y casos de corrupción, necesitaba una transformación. Nadie niega que el sistema tenía problemas: desde sentencias percibidas como favorables a intereses económicos hasta prácticas de nepotismo documentadas. Pero la solución no puede ser desmantelar la independencia de la institución que, a pesar de sus fallas, ha servido como último recurso para proteger derechos fundamentales y limitar excesos del poder. La SCJN, por ejemplo, ha emitido fallos históricos en defensa de minorías, derechos humanos y el equilibrio de poderes, roles que ahora están en peligro.

El eco de Shakespeare nos advierte de las consecuencias de “matar a los abogados”. En la obra, la rebelión de Cade lleva al caos, no a la justicia. En México, la sumisión del Poder Judicial podría derivar en una democracia debilitada, donde la “voluntad popular” —interpretada por el partido en el poder— prevalezca sobre el Estado de Derecho. La reforma, aprobada con la legitimidad formal de mayorías calificadas, no puede ignorar las protestas de jueces, académicos y organismos internacionales, ni los cientos de amparos presentados contra ella. Estas voces no son mera resistencia al cambio, sino un llamado a preservar los contrapesos que sostienen la democracia.

Es hora de escuchar la advertencia de Shakespeare. La reforma judicial, envuelta en buenas intenciones, amenaza con repetir el error de los rebeldes de Enrique VI: destruir las instituciones legales en nombre del pueblo, solo para consolidar el poder de unos pocos. México merece una justicia reformada, sí, pero no a costa de su independencia. El gobierno debe reconsiderar su rumbo, abrir un diálogo genuino y ajustar la reforma para fortalecer, no someter, al Poder Judicial. De lo contrario, el epitafio de la SCJN podría ser el mismo que el de los abogados de Shakespeare: sacrificados en nombre de una “voluntad popular” que, al final, solo beneficia a quienes la invocan.