A siete años de la decisión de cancelar el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México en Texcoco, los hechos confirman lo que muchos advertimos entonces: fue una resolución tomada por motivos estrictamente políticos, sin sustento técnico sólido, que ha impuesto al país un costo económico elevado y una infraestructura aérea insuficiente.
Cuando en 2014 el gobierno federal anunció la construcción del NAICM en el vaso regulador del antiguo lago de Texcoco, lo hizo tras exhaustivos estudios realizados por organismos internacionales como la OACI, la IATA y consultores especializados, así como por instituciones mexicanas como la UNAM y el IPN. Se evaluaron varias alternativas, incluida Tizayuca, y Texcoco resultó la opción más viable por su extensión de terrenos federales, proximidad a la capital y capacidad para convertirse en un hub de clase mundial con hasta seis pistas y más de 120 millones de pasajeros anuales. La base aérea de Santa Lucía, hoy convertida en el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, ni siquiera figuraba como contendiente principal, pues los expertos coincidían en que un sistema de múltiples aeropuertos no resolvería la saturación del AICM ni las interferencias en el espacio aéreo.
La cancelación, decidida tras una consulta popular de dudosa representatividad en 2018, se justificó con argumentos que no resisten el escrutinio. Se habló de costos exorbitantes de bombeo de agua, como si el sitio fuera un lago activo en lugar de un terreno seco drenado siglos atrás. Las fotografías de la zona inundada que circulan hoy corresponden a una decisión deliberada posterior: restaurar humedales para crear el Parque Ecológico Lago de Texcoco. El proyecto original incluía diques, canales y sistemas de drenaje que habrían manejado las precipitaciones sin requerir bombeo constante ni gastos operativos desproporcionados. Tampoco el hundimiento diferencial era el obstáculo insalvable que se presentó: las renivelaciones periódicas de pistas habrían costado menos que el mantenimiento rutinario de una sola pista en el actual AICM.
Los números hablan por sí solos. La Auditoría Superior de la Federación calculó en 2021 un costo directo de cancelación de 113 mil millones de pesos, cifra que no incluye los pagos continuos por la deuda de bonos emitida para financiar el proyecto, ni los subsidios al AIFA. Sumando todo —indemnizaciones, liquidaciones, intereses y amortizaciones—, el impacto acumulado supera los 400 mil millones de pesos. Mientras tanto, el AIFA, construido con recursos públicos, ha requerido subsidios anuales y aún lucha por alcanzar una ocupación aceptable, dependiendo de decretos que obligan a trasladar operaciones desde el AICM.
Si el NAICM hubiera seguido su curso, hoy estaría operando con utilidades. Sus proyecciones financieras, validadas internacionalmente, indicaban que para 2025 manejaría cerca de 70 millones de pasajeros, generando ingresos suficientes por tarifas de uso, concesiones y actividades no aeronáuticas para cubrir sus costos operativos y de mantenimiento sin cargar al erario. El AICM actual, pese a su saturación y antigüedad, es altamente rentable; un aeropuerto nuevo, moderno y bien ubicado lo habría sido aún más.
La decisión de cancelar Texcoco no respondió a razones técnicas ni económicas, sino a una narrativa política que buscaba deslegitimar el proyecto anterior asociándolo a corrupción sin pruebas concluyentes. El resultado es un sistema aeroportuario fragmentado, con un AICM colapsado, un AIFA subutilizado y un país que pierde competitividad en conectividad aérea internacional. México merece infraestructura decidida por criterios técnicos, no por cálculos electorales. El costo de esta lección lo pagamos todos los contribuyentes, y lo seguiremos pagando por décadas.
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