Hay algo casi trágico y, al mismo tiempo, predecible en la forma en que el poder acaba pareciéndose a aquello que juró destruir. El obradorismo nació como una cruzada moral: la gran purga contra la corrupción, el saqueo y el cinismo de los gobiernos anteriores. La narrativa era nítida: ellos, los de antes, usaban el Estado como botín; nosotros venimos a regenerarlo. Y durante años, esa promesa fue el combustible político más poderoso en México.
Pero el problema con las cruzadas morales es que suelen volverse ciegas hacia adentro. Cuando la legitimidad descansa en la certeza absoluta de la propia pureza, cualquier crítica se convierte en conspiración, cualquier evidencia en calumnia, y cualquier demanda de rendición de cuentas en traición.
Hoy, la lista de incoherencias es larga y corrosiva. Ahí está SEGALMEX, convertido en un pozo negro de desvíos multimillonarios, el escándalo de corrupción más grande del sexenio pasado, que se administra con un silencio conveniente y sin el mismo ímpetu justiciero con el que se atacaba a la “estafa maestra” de Peña Nieto. Ahí está el balastro del Tren Maya, inflado de sobrecostos y opacidad, adjudicado a discreción, mientras la selva se devasta sin estudios ambientales completos, con imágenes satelitales mostrando la deforestación masiva que contradice toda bandera ecológica.
Ahí está Andy López Beltrán, hijo del presidente, viajando por el mundo y hospedándose en hoteles de lujo, sin que nadie explique el origen de los recursos, mientras el discurso oficial sigue predicando la austeridad republicana. Ahí está la “Casa Gris” en Houston, residencia vinculada a José Ramón López Beltrán, donde los contratos con empresas petroleras y el confort de la vida en el extranjero parecen incompatibles con la prédica del “no mentir, no robar, no traicionar”.
Ahí están, filmados y contados, los sobres amarillos que cambian de manos entre David los hermanos de AMLO y la aceptación, reconocimiento y justificación (“son aportaciones”) de este que terminaron despachándose con un guiño de confianza en lugar de una investigación seria. Todo ello mientras se insiste en que la corrupción se acabó “arriba”.
La coherencia, ese bien político cada vez más escaso, exige que quien acusa con severidad se someta a la misma vara con la que midió a sus adversarios. No hay transformación moral si la indignación es selectiva; no hay regeneración democrática si los pecados de hoy son indultados por afinidad ideológica. Porque el verdadero cambio no está en sustituir a un grupo de beneficiarios por otro, sino en asegurar que las reglas sean más fuertes que los caudillos.
El obradorismo, que prometió ser antídoto contra la impunidad, ha terminado por administrarla con la misma lógica que criticaba: minimizar lo propio, magnificar lo ajeno. Se hizo en el pasado durante décadas y ahora lo hace el movimiento que juró encarnar la honestidad como virtud política suprema.
La regeneración que se proclamaba desde el Zócalo se convirtió en un régimen que protege a los suyos con la misma impunidad con que antes se protegía a los otros; a veces los de ahora son los mismos de antes (Espino, Yunes, Bartlett, Murat, etc.). Y cuando el poder se siente inmune al espejo, cuando la crítica se percibe como ataque y la transparencia como estorbo, la moral pública se degrada. Entonces la lucha contra la corrupción deja de ser un principio y se convierte en un instrumento: un garrote para golpear al adversario, un escudo para blindar al aliado.
La historia mexicana está saturada de gobiernos que prometieron purificar al Estado y terminaron construyendo su propio sistema de privilegios y complicidades. La diferencia, en este caso, es que el obradorismo llegó al poder con una fe casi religiosa de millones que creyeron en la palabra de su líder. La negación, por tanto, es inclusive violenta: porque no solo se traiciona un compromiso político, sino también deja a los que compraron el cuento como ingenuos o perro, cómplices.
Estamos nuevamente ante el caso del que se proclama distinto… hasta que el espejo le devuelve un rostro demasiado parecido al del enemigo que decía combatir.
De pilón.
No son iguales.
Entre el 1 de diciembre de 2018 y julio de 2025 se aplicaron 15,461 sanciones a servidores públicos.
Peña Nieto impuso unas 58,000 y Calderón 42,000.